/ domingo 3 de marzo de 2024

El mundo iluminado / Enseñanza sin palabras

elmundoiluminado.com

Imaginemos un paisaje hermoso, uno en el que el sol del atardecer suaviza las formas de la ciudad y aviva las de la naturaleza; un paisaje cuyo cielo está rematado por un arcoiris tan definido e inmenso que no podemos sino sentirnos agradecidos por ese regalo que no pedimos, pero que está ahí bañándonos con su diáfana luz en la que todas las incertidumbres desaparecen. Un paisaje como éste es la manifestación de la belleza genuina, así como el anuncio de una tempestad que se avecina, pues en este mundo es imposible el orden sin el caos, el bien sin el mal y la dicha sin la desgracia.

El sufrimiento del individuo contemporáneo radica en su negativa a aceptar la necesidad de la desgracia, de los infortunios y de los malos momentos. Generalmente, buscamos quedarnos únicamente en aquello que nos gusta y que nos es placentero, pero este autoengaño no tardará en arrojarnos al pozo de la depresión y de la ansiedad. Además, otro de los errores del individuo contemporáneo es la suposición de que él es ajeno a su entorno, al resto de las personas que lo rodean y a la naturaleza. El ego del individuo contemporáneo está tan extrapolado que generalmente buscará su propio bienestar y satisfacción, lo cual no es más que una falacia, pues aquello que solamente beneficia a uno mismo no puede ser realmente bueno.

La dicotomía en la que estamos inmersos podría ser más fácil de entender si imaginamos que la vida es un vasto piso ajedrezado en el que nunca podremos ir solamente por los cuadros blancos, sino que, en contra de nuestra voluntad deberemos avanzar también por los cuadros negros. Para el individuo contemporáneo seguramente es difícil (incluso, casi imposible) aceptar que es necesaria la vivencia de situaciones desagradables, pues estamos inmersos en una cultura que favorece una positividad tóxica, sin embargo, para quienes estén dispuestos a vivir las malas experiencias con la misma intensidad que las buenas, pronto descubrirá que el sufrimiento, sin bien puede ser doloroso, es de alguna manera un camino a la sabiduría. Se sufre para aprender.

Un individuo consciente de su experiencia de vida, y volviendo al ejemplo del paisaje sublime, comprende que no hay más tiempo y lugar que el aquí y el ahora, y que si bien la belleza natural que sus ojos perciben desaparecerá, pues todo está llamado a la extinción, no hay motivos para preocuparse por lo que no ha sucedido; la belleza es aquí y ahora, y es aquí y ahora cuando debe de aprovecharse, no importando si desaparecerá. Lo mismo aplica para las situaciones desagradables, se sufre aquí y ahora con la única intención de aprender aquí y ahora. Lo bueno se acaba, lo malo se acaba, y el piso ajedrezado se extiende infinitamente para todos.

Los occidentales tenemos la mala costumbre, el vicio, de pensar que todo lo relacionado a Dios, a lo divino y a lo sagrado puede entenderse y explicarse únicamente desde la cosmovisión judeocristiana, sin embargo, esta perspectiva es apenas una manera de acercarse al estudio, comprensión y vivencia de lo sagrado. En Oriente existen muchas más posibilidades para adentrarse en la vida mistérica, en la dimensión espiritual, y una que se relaciona justamente con el ejemplo del bello paisaje es la del taoísmo, doctrina china cuyo nombre viene de la palabra “Tao” que significa “camino”. El símbolo por excelencia del taoísmo es el denominado “taijitu”, que los occidentales solemos llamar el “Yin yang”, y cuya representación es la de dos “gotas” entrelazadas circularmente, siendo una de ellas blanca con un punto negro y la otra, negra con un punto blanco. El yin y yang son las fuerzas fundamentales y opuestas del universo, las cuales en el taoísmo significan que todo lo que existe es gracias a su opuesto: femenino–masculino, tierra–cielo, oscuridad–luz, pasividad–actividad, etcétera.

El taoísmo propone que ningún ser, objeto ni pensamiento existen por sí mismos en estado puro, sino que están sujetos a una continua transformación, es decir, la vida se mueve y nosotros nos movemos con la vida; si nos dejamos llevar por la corriente del Tao, la experiencia humana será llevadera y con uno que otro premio como el del paisaje sublime, pero si nos resistimos al cambio, si nos negamos a fluir con el Tao y nos aferramos a permanecer en el mismo estado, seremos propensos a caer en estados de depresión y angustia en los que el sufrimiento, debido a nuestra negativa al cambio, difícilmente será fuente de conocimiento.

El escritor John Blofeld, en su obra La puerta de la sabiduría, explica las dicotomías del Tao de la siguiente manera: «La verdadera sabiduría es esencialmente producto de la “enseñanza sin palabras” que Lao-tse tenía en tan alta estima. Es fundamental aceptar la vida tal como es. La contemplación frecuente del entorno natural conduce al amoroso aprecio de la naturaleza en todas sus facetas. Destrucción y creación son dos caras de la misma moneda. La buena tierra perdería su capacidad de nutrición si fuera privada de la materia orgánica resultante de la muerte. La naturaleza no se ocupa de los individuos, sino del bienestar del conjunto. El ciclo anual implica generación, desarrollo, decadencia y disolución. La estrecha intimidad con la naturaleza nos lleva a apreciar su ferocidad en no menor medida que su benignidad. Al jardinero le afligen las malas hierbas y, al viajero, el viento y la nieve; el taoista, por el contrario, recibe con agrado todo lo que le llega; profundamente inmerso en el misterio del ser, ve en todo cambio una milagrosa manifestación de la acción del sublime Tao. La pesadumbre y la ansiedad no tienen cabida en una mente alimentada por el recuerdo diario de la simple verdad de que no puede existir lo suave sin lo áspero.»

¿Sufrimos? Pasará. ¿Disfrutamos? Pasará. Todo es Tao, perfecto en sí mismo, pero difícil de entender para quien no contempla, para quien no comprende que su existencia no tiene mayor finalidad que la de alimentar a la tierra cuando muera. El Tao es una enseñanza sin palabras.

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Imaginemos un paisaje hermoso, uno en el que el sol del atardecer suaviza las formas de la ciudad y aviva las de la naturaleza; un paisaje cuyo cielo está rematado por un arcoiris tan definido e inmenso que no podemos sino sentirnos agradecidos por ese regalo que no pedimos, pero que está ahí bañándonos con su diáfana luz en la que todas las incertidumbres desaparecen. Un paisaje como éste es la manifestación de la belleza genuina, así como el anuncio de una tempestad que se avecina, pues en este mundo es imposible el orden sin el caos, el bien sin el mal y la dicha sin la desgracia.

El sufrimiento del individuo contemporáneo radica en su negativa a aceptar la necesidad de la desgracia, de los infortunios y de los malos momentos. Generalmente, buscamos quedarnos únicamente en aquello que nos gusta y que nos es placentero, pero este autoengaño no tardará en arrojarnos al pozo de la depresión y de la ansiedad. Además, otro de los errores del individuo contemporáneo es la suposición de que él es ajeno a su entorno, al resto de las personas que lo rodean y a la naturaleza. El ego del individuo contemporáneo está tan extrapolado que generalmente buscará su propio bienestar y satisfacción, lo cual no es más que una falacia, pues aquello que solamente beneficia a uno mismo no puede ser realmente bueno.

La dicotomía en la que estamos inmersos podría ser más fácil de entender si imaginamos que la vida es un vasto piso ajedrezado en el que nunca podremos ir solamente por los cuadros blancos, sino que, en contra de nuestra voluntad deberemos avanzar también por los cuadros negros. Para el individuo contemporáneo seguramente es difícil (incluso, casi imposible) aceptar que es necesaria la vivencia de situaciones desagradables, pues estamos inmersos en una cultura que favorece una positividad tóxica, sin embargo, para quienes estén dispuestos a vivir las malas experiencias con la misma intensidad que las buenas, pronto descubrirá que el sufrimiento, sin bien puede ser doloroso, es de alguna manera un camino a la sabiduría. Se sufre para aprender.

Un individuo consciente de su experiencia de vida, y volviendo al ejemplo del paisaje sublime, comprende que no hay más tiempo y lugar que el aquí y el ahora, y que si bien la belleza natural que sus ojos perciben desaparecerá, pues todo está llamado a la extinción, no hay motivos para preocuparse por lo que no ha sucedido; la belleza es aquí y ahora, y es aquí y ahora cuando debe de aprovecharse, no importando si desaparecerá. Lo mismo aplica para las situaciones desagradables, se sufre aquí y ahora con la única intención de aprender aquí y ahora. Lo bueno se acaba, lo malo se acaba, y el piso ajedrezado se extiende infinitamente para todos.

Los occidentales tenemos la mala costumbre, el vicio, de pensar que todo lo relacionado a Dios, a lo divino y a lo sagrado puede entenderse y explicarse únicamente desde la cosmovisión judeocristiana, sin embargo, esta perspectiva es apenas una manera de acercarse al estudio, comprensión y vivencia de lo sagrado. En Oriente existen muchas más posibilidades para adentrarse en la vida mistérica, en la dimensión espiritual, y una que se relaciona justamente con el ejemplo del bello paisaje es la del taoísmo, doctrina china cuyo nombre viene de la palabra “Tao” que significa “camino”. El símbolo por excelencia del taoísmo es el denominado “taijitu”, que los occidentales solemos llamar el “Yin yang”, y cuya representación es la de dos “gotas” entrelazadas circularmente, siendo una de ellas blanca con un punto negro y la otra, negra con un punto blanco. El yin y yang son las fuerzas fundamentales y opuestas del universo, las cuales en el taoísmo significan que todo lo que existe es gracias a su opuesto: femenino–masculino, tierra–cielo, oscuridad–luz, pasividad–actividad, etcétera.

El taoísmo propone que ningún ser, objeto ni pensamiento existen por sí mismos en estado puro, sino que están sujetos a una continua transformación, es decir, la vida se mueve y nosotros nos movemos con la vida; si nos dejamos llevar por la corriente del Tao, la experiencia humana será llevadera y con uno que otro premio como el del paisaje sublime, pero si nos resistimos al cambio, si nos negamos a fluir con el Tao y nos aferramos a permanecer en el mismo estado, seremos propensos a caer en estados de depresión y angustia en los que el sufrimiento, debido a nuestra negativa al cambio, difícilmente será fuente de conocimiento.

El escritor John Blofeld, en su obra La puerta de la sabiduría, explica las dicotomías del Tao de la siguiente manera: «La verdadera sabiduría es esencialmente producto de la “enseñanza sin palabras” que Lao-tse tenía en tan alta estima. Es fundamental aceptar la vida tal como es. La contemplación frecuente del entorno natural conduce al amoroso aprecio de la naturaleza en todas sus facetas. Destrucción y creación son dos caras de la misma moneda. La buena tierra perdería su capacidad de nutrición si fuera privada de la materia orgánica resultante de la muerte. La naturaleza no se ocupa de los individuos, sino del bienestar del conjunto. El ciclo anual implica generación, desarrollo, decadencia y disolución. La estrecha intimidad con la naturaleza nos lleva a apreciar su ferocidad en no menor medida que su benignidad. Al jardinero le afligen las malas hierbas y, al viajero, el viento y la nieve; el taoista, por el contrario, recibe con agrado todo lo que le llega; profundamente inmerso en el misterio del ser, ve en todo cambio una milagrosa manifestación de la acción del sublime Tao. La pesadumbre y la ansiedad no tienen cabida en una mente alimentada por el recuerdo diario de la simple verdad de que no puede existir lo suave sin lo áspero.»

¿Sufrimos? Pasará. ¿Disfrutamos? Pasará. Todo es Tao, perfecto en sí mismo, pero difícil de entender para quien no contempla, para quien no comprende que su existencia no tiene mayor finalidad que la de alimentar a la tierra cuando muera. El Tao es una enseñanza sin palabras.