/ domingo 1 de octubre de 2023

El mundo iluminado | La ciudad del miedo

elmundoiluminado.com

El miedo es instintivo y es gracias a él que nuestra especie ha conseguido adaptarse, a lo largo de la historia, a los diferentes climas y situaciones. El origen de la palabra “miedo” es desconocido, pero sus efectos son conocidos por todos, pues nadie puede decir, salvo que mienta, que nunca ha sentido miedo. Hay diferentes tipos de miedo, pero en términos generales podrían reducirse a dos: el miedo a lo real, que es aquel que pone en riesgo la integridad física y mental debido a un agente perceptible y demostrable; y el miedo a lo irreal, es decir, a aquello que no puede ser demostrado, ni visto de manera objetiva, pero cuya presencia se siente con fuerza, en esta categoría se consideran, principalmente, los pensamientos.

El miedo es natural, sin embargo, nuestra especie ha aprendido a utilizarlo y a aprovecharlo de manera antinatural y con objetivos sociales. Gracias al miedo somos capaces de superar nuestros límites cuando éste nos llega naturalmente, pero es también por el miedo que nos son impuestos límites cuando éste nace de intereses de sometimiento. El miedo como forma de gobierno, de control del otro, lo hemos utilizado todos, aunque no siempre de manera consciente, pero también el miedo ha sido utilizado en contra nuestra para dominarnos y sin que nos demos cuenta de ello, sobre todo cuando el miedo antinatural se confunde con el natural.

El ejemplo más inmediato de la utilización del miedo antinatural para controlar al otro a fin de satisfacer los intereses particulares de un grupo de poder lo encontramos en las ciudades, las cuales damos por naturales, por normales, cuando en realidad se trata de espacios que más que fomentar el desarrollo óptimo de sus habitantes, son constructos que satisfacen las aspiraciones de quienes las gobiernan y no de quienes las trabajan. La vida en la ciudad es antagónica de la vida en el campo, lo advertimos desde el hecho mismo de que la ciudad ha sido diseñada y planeada para lograr ciertos fines, mientras que la vida rural es aquella que en gran medida existe por sí misma y libre de la intromisión humana.

Actualmente, la vida en la ciudad se concibe generalmente como “superior” a la vida del campo, pues a la ciudad se le suele asociar con conceptos como “riqueza”, “desarrollo” y “progreso”, mientras que al campo se le concibe como un espacio de “atraso”, “suciedad” y “pobreza”. Pero la realidad es que en las ciudades los índices de pobreza son mayores que en los entornos rurales y ello no es únicamente porque en las ciudades la población sea mucho más numerosa, sino porque además la verdadera función de la ciudad no es su habitabilidad, sino sus capacidades de producción, las cuales están más competidas y controladas que en el campo.

La ciudad, cualquiera, es un espacio en el que prima la injusticia. La ciudad, a pesar de que pueda contener templos y sitios dedicados al ejercicio de la vida espiritual, está lejos de poseer la sacralidad que distinguió a las sociedades rústicas de la antigüedad. La ciudad es artificial y priva a sus habitantes de todo contacto con la naturaleza, a menos de que se tengan las posibilidades económicas para costearse la convivencia con el reino animal no humano y con el reino vegetal. Veamos tan sólo cuáles son las edificaciones que se hallan cerca de los espacios naturales principales de la urbe, generalmente se tratará de casas y edificios que pertenecen a las clases dominantes, mientras que el resto de la población vivirá en estructuras artificiales en las que la existencia de elementos naturales será mínima, cuando no, nula.

El espacio y el contacto con el otro es una característica más del ejercicio del poder en las ciudades, pues mientras que en el campo las personas suelen vivir con mayor distancia los unos de los otros, en las ciudades el espacio y la distancia se han reducido al mínimo a fin de aumentar los lugares destinados a la producción de capital. En la ciudad la vida privada en realidad no existe, al menos no para los ciudadanos de pie, es decir, para todos aquellos que no pertenezcan a las clases dominantes, y por ello es que en la calle, en el transporte público, en las oficinas y en las zonas habitacionales las personas están hacinadas, amontonadas las unas con las otras, favoreciendo una sensación de asfixia que invariablemente se manifestará como angustia, así como en diferentes formas de violencia. La antropóloga María de la Paloma Escalante Gonzalbo, en Formas del miedo en la cultura urbana contemporánea, leamos:

«El espacio transformado por los urbícolas, es decir, por los habitantes de las ciudades, sea por estar modificado físicamente o por estar nombrado y controlado por sus instituciones, es un poderoso mensaje, un conjunto de símbolos que comunican algo de la manera más inmediata. El ámbito urbano es el escenario por excelencia de las relaciones de poder en el mundo moderno. Desde el momento en que construimos ciudades se comienza la creación de nuevos sujetos sociales. La ciudad es desde el comienzo un territorio hostil. La tierra cubierta por concreto nos aísla. ¿Qué es lo que nuestra ciudad produce en nosotros? La hemos construido y nos construye a un tiempo. El miedo es un sentimiento familiar para todo habitante urbano. El miedo tiene un lugar en cada código moral y para cada grupo social tiene un contenido diferente. Actúa de manera diferenciada entre hombres, mujeres y niños; pero es un elemento "democrático" de la cultura urbana. La ciudad no miente, al observarla podemos saber exactamente quiénes somos.»

Desde su origen, toda ciudad se trazó con objetivos productivistas, pero se nos ha hecho creer que estamos en ella para vivir plenamente. Toda ciudad es siempre un espacio para la confrontación, para la polarización. La ciudad, por su antinaturalidad, es esencialmente hostil y sus habitantes no somos más que números con la única función de acrecentar las arcas de quienes las administran. En este espacio artificial el sentido de comunidad ha desaparecido y nosotros no somos más que una masa informe que habita en la ciudad del miedo.


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El miedo es instintivo y es gracias a él que nuestra especie ha conseguido adaptarse, a lo largo de la historia, a los diferentes climas y situaciones. El origen de la palabra “miedo” es desconocido, pero sus efectos son conocidos por todos, pues nadie puede decir, salvo que mienta, que nunca ha sentido miedo. Hay diferentes tipos de miedo, pero en términos generales podrían reducirse a dos: el miedo a lo real, que es aquel que pone en riesgo la integridad física y mental debido a un agente perceptible y demostrable; y el miedo a lo irreal, es decir, a aquello que no puede ser demostrado, ni visto de manera objetiva, pero cuya presencia se siente con fuerza, en esta categoría se consideran, principalmente, los pensamientos.

El miedo es natural, sin embargo, nuestra especie ha aprendido a utilizarlo y a aprovecharlo de manera antinatural y con objetivos sociales. Gracias al miedo somos capaces de superar nuestros límites cuando éste nos llega naturalmente, pero es también por el miedo que nos son impuestos límites cuando éste nace de intereses de sometimiento. El miedo como forma de gobierno, de control del otro, lo hemos utilizado todos, aunque no siempre de manera consciente, pero también el miedo ha sido utilizado en contra nuestra para dominarnos y sin que nos demos cuenta de ello, sobre todo cuando el miedo antinatural se confunde con el natural.

El ejemplo más inmediato de la utilización del miedo antinatural para controlar al otro a fin de satisfacer los intereses particulares de un grupo de poder lo encontramos en las ciudades, las cuales damos por naturales, por normales, cuando en realidad se trata de espacios que más que fomentar el desarrollo óptimo de sus habitantes, son constructos que satisfacen las aspiraciones de quienes las gobiernan y no de quienes las trabajan. La vida en la ciudad es antagónica de la vida en el campo, lo advertimos desde el hecho mismo de que la ciudad ha sido diseñada y planeada para lograr ciertos fines, mientras que la vida rural es aquella que en gran medida existe por sí misma y libre de la intromisión humana.

Actualmente, la vida en la ciudad se concibe generalmente como “superior” a la vida del campo, pues a la ciudad se le suele asociar con conceptos como “riqueza”, “desarrollo” y “progreso”, mientras que al campo se le concibe como un espacio de “atraso”, “suciedad” y “pobreza”. Pero la realidad es que en las ciudades los índices de pobreza son mayores que en los entornos rurales y ello no es únicamente porque en las ciudades la población sea mucho más numerosa, sino porque además la verdadera función de la ciudad no es su habitabilidad, sino sus capacidades de producción, las cuales están más competidas y controladas que en el campo.

La ciudad, cualquiera, es un espacio en el que prima la injusticia. La ciudad, a pesar de que pueda contener templos y sitios dedicados al ejercicio de la vida espiritual, está lejos de poseer la sacralidad que distinguió a las sociedades rústicas de la antigüedad. La ciudad es artificial y priva a sus habitantes de todo contacto con la naturaleza, a menos de que se tengan las posibilidades económicas para costearse la convivencia con el reino animal no humano y con el reino vegetal. Veamos tan sólo cuáles son las edificaciones que se hallan cerca de los espacios naturales principales de la urbe, generalmente se tratará de casas y edificios que pertenecen a las clases dominantes, mientras que el resto de la población vivirá en estructuras artificiales en las que la existencia de elementos naturales será mínima, cuando no, nula.

El espacio y el contacto con el otro es una característica más del ejercicio del poder en las ciudades, pues mientras que en el campo las personas suelen vivir con mayor distancia los unos de los otros, en las ciudades el espacio y la distancia se han reducido al mínimo a fin de aumentar los lugares destinados a la producción de capital. En la ciudad la vida privada en realidad no existe, al menos no para los ciudadanos de pie, es decir, para todos aquellos que no pertenezcan a las clases dominantes, y por ello es que en la calle, en el transporte público, en las oficinas y en las zonas habitacionales las personas están hacinadas, amontonadas las unas con las otras, favoreciendo una sensación de asfixia que invariablemente se manifestará como angustia, así como en diferentes formas de violencia. La antropóloga María de la Paloma Escalante Gonzalbo, en Formas del miedo en la cultura urbana contemporánea, leamos:

«El espacio transformado por los urbícolas, es decir, por los habitantes de las ciudades, sea por estar modificado físicamente o por estar nombrado y controlado por sus instituciones, es un poderoso mensaje, un conjunto de símbolos que comunican algo de la manera más inmediata. El ámbito urbano es el escenario por excelencia de las relaciones de poder en el mundo moderno. Desde el momento en que construimos ciudades se comienza la creación de nuevos sujetos sociales. La ciudad es desde el comienzo un territorio hostil. La tierra cubierta por concreto nos aísla. ¿Qué es lo que nuestra ciudad produce en nosotros? La hemos construido y nos construye a un tiempo. El miedo es un sentimiento familiar para todo habitante urbano. El miedo tiene un lugar en cada código moral y para cada grupo social tiene un contenido diferente. Actúa de manera diferenciada entre hombres, mujeres y niños; pero es un elemento "democrático" de la cultura urbana. La ciudad no miente, al observarla podemos saber exactamente quiénes somos.»

Desde su origen, toda ciudad se trazó con objetivos productivistas, pero se nos ha hecho creer que estamos en ella para vivir plenamente. Toda ciudad es siempre un espacio para la confrontación, para la polarización. La ciudad, por su antinaturalidad, es esencialmente hostil y sus habitantes no somos más que números con la única función de acrecentar las arcas de quienes las administran. En este espacio artificial el sentido de comunidad ha desaparecido y nosotros no somos más que una masa informe que habita en la ciudad del miedo.