/ domingo 4 de febrero de 2024

El mundo iluminado | La razón de vivir

elmundoiluminado.com

Difícilmente el ser humano buscará entregarse, por cuenta propia, a estados inconvenientes como la tristeza, la depresión, la angustia y la ansiedad. Podríamos decir que, en general, todos quieren ser felices, pero también podríamos afirmar que la mayoría de nosotros desconoce lo que la felicidad es, pues solemos caer en el error de confundirla con la alegría. Así el dinero, los viajes, el consumismo, los alimentos, las nuevas ideas, las relaciones afectivas provechosas y otros bienes por supuesto que podrían ser alegres, pero no precisamente felices, pues mientras que la alegría generalmente se muestra cuando las circunstancias están a nuestro favor, la felicidad se mantiene presente aún en las circunstancias más desfavorables, pues mientras que la alegría depende de estímulos externos, la felicidad es consecuencia de hallazgos introspectivos.

Nadie quiere sufrir, cierto (al menos no en términos generales y dejando de lado a los masoquistas, que experimentan en el sufrimiento una especie de placer que les produce alegría), y es por ese rechazo al sufrimiento que hoy, nuestra sociedad, ha caído en un vicio pocas veces visto con anterioridad: la positividad tóxica, que no es más que la búsqueda obsesiva y, por tanto, irracional de todo aquello que parezca tener algún vínculo con la felicidad (en realidad es con la alegría). La positividad tóxica es la tendencia a negar y ocultar todo aquello que genere algún tipo de dolor y sufrimiento en las personas, sin embargo, no porque el sufrimiento se esconda o se ignore significa que no está ahí o que desaparezca.

La positividad tóxica es responsable, además, de generar otros dos tipos de daños. El primero consiste en hacerle creer al individuo que mantener una posición optimista hacia la vida es suficiente para mejorar sus condiciones de subsistencia, lo cual, a su vez, genera el segundo tipo de daño social: la normalización del abuso en diferentes formas, pero, principalmente en lo laboral, y es que cuántas veces no hemos visto que los medios de comunicación difunden imágenes de personas ancianas y cansadas que trabajan “ejemplarmente”, cuando en realidad no son más que sujetos explotados por un sistema económico que además de ensanchar las arcas de los poderosos, agrava las condiciones de pobreza de la clase popular.

La positividad tóxica no sólo priva a los individuos de la oportunidad de sufrir, lo cual es necesario para aprender y madurar, sino que, además, lo convence de que toda forma de dolor es mala y que debe de ser evitada a toda costa. La positividad tóxica no enseña a enfrentar los problemas, sino a disfrazarlos, a la par que el individuo asume el papel de víctima en todo momento, papel que indudablemente resulta conveniente y cómodo, pues exime de toda responsabilidad. La positividad tóxica ha favorecido esta sociedad en la que cada quien cree que su sufrimiento tiene más valor que el del otro, y en la que nadie quiere hacerse responsable de nada. En estos tiempos, el sufrimiento y el dolor se condenan, a la par que una actitud de hipócrita empatía se disemina, y es hipócrita porque en realidad la empatía existe sólo de palabra, no de acto, y sin establecer vínculos reales con el otro. Nuestra sociedad, en su discurso, habla mucho de amor, pero lo cierto es que de amor sabe lo mismo que de felicidad: absolutamente nada.

Un concepto que ha sido popularizado por la cultura de la positividad tóxica es el de “ikigai”, término japonés que suele traducirse como “la razón de vivir”. No hay constancia de cuándo surgió la palabra “ikigai”, algunos la datan en el siglo VIII de nuestra era, pero de lo que no hay dudas es que se popularizó hacia finales del siglo XX y en lo que va del XXI. En el año 2016 se publicó el libro Ikigai, los secretos de Japón para una vida larga y feliz, de los autores Héctor García y Francesc Miralles. El título indudablemente es interesante, principalmente porque apela a un supuesto término de la filosofía oriental en el que es posible descubrir los arcanos de la felicidad, sin embargo, la obra no demora mucho en decepcionar, pues su contenido más que ser una reflexión profunda en torno a la filosofía japonesa, no es más que un conjunto forzado de ideas alineadas con la positividad tóxica; leamos unos ejemplos de su decálogo:

«Las diez leyes del ikigai son: Mantente siempre activo, nunca te retires. Tómatelo con calma. No comas hasta llenarte. Rodéate de buenos amigos. Ponte en forma para tu próximo cumpleaños. Sonríe. Reconecta con la naturaleza. Da las gracias. Vive el momento. Sigue tu Ikigai… Dentro de ti hay una pasión, un talento único que da sentido a tus días y te empuja a dar lo mejor de ti mismo hasta el final. Si no lo has encontrado aún, como decía Viktor Frankl, tu próxima misión será encontrarlo.»

A propósito de Viktor Frankl, él fue un psicólogo que luego de haber permanecido preso en los campos nazis de concentración, inventó la logoterapia, método introspectivo que permite al paciente, después de plantearse sendos cuestionamientos existenciales, tener más claridad con respecto al sentido no de la vida, porque ésta carece de sentido, sino con que quiere significar su propia vida. Para Frankl el sufrimiento fue indispensable para comprender la diferencia entre la alegría y la felicidad, siendo la primera pasajera y la segunda, permanente, pero esto no lo consideran los autores del Ikigai, como tampoco los partidarios de la positividad tóxica, quienes ingenuamente creen que la vida se resuelve con una sonrisa.

El mundo no es bueno en sí mismo, pero tampoco es malo. En el mundo hay bondad, como también hay maldad, siendo la maldad más peligrosa la que se disfraza de bondad, entiéndase aquí la positividad tóxica. El ikigai, como concepto filosófico, indudablemente es profundo, en tanto que plantea la necesidad de dotar de sentido a algo que no lo tiene: la vida; sin embargo, el ikigai como producto de la positividad tóxica es peligroso en tanto que cada vez son más las personas que, con miedo a sufrir y victimizándose, confunden la alegría con la felicidad.


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Difícilmente el ser humano buscará entregarse, por cuenta propia, a estados inconvenientes como la tristeza, la depresión, la angustia y la ansiedad. Podríamos decir que, en general, todos quieren ser felices, pero también podríamos afirmar que la mayoría de nosotros desconoce lo que la felicidad es, pues solemos caer en el error de confundirla con la alegría. Así el dinero, los viajes, el consumismo, los alimentos, las nuevas ideas, las relaciones afectivas provechosas y otros bienes por supuesto que podrían ser alegres, pero no precisamente felices, pues mientras que la alegría generalmente se muestra cuando las circunstancias están a nuestro favor, la felicidad se mantiene presente aún en las circunstancias más desfavorables, pues mientras que la alegría depende de estímulos externos, la felicidad es consecuencia de hallazgos introspectivos.

Nadie quiere sufrir, cierto (al menos no en términos generales y dejando de lado a los masoquistas, que experimentan en el sufrimiento una especie de placer que les produce alegría), y es por ese rechazo al sufrimiento que hoy, nuestra sociedad, ha caído en un vicio pocas veces visto con anterioridad: la positividad tóxica, que no es más que la búsqueda obsesiva y, por tanto, irracional de todo aquello que parezca tener algún vínculo con la felicidad (en realidad es con la alegría). La positividad tóxica es la tendencia a negar y ocultar todo aquello que genere algún tipo de dolor y sufrimiento en las personas, sin embargo, no porque el sufrimiento se esconda o se ignore significa que no está ahí o que desaparezca.

La positividad tóxica es responsable, además, de generar otros dos tipos de daños. El primero consiste en hacerle creer al individuo que mantener una posición optimista hacia la vida es suficiente para mejorar sus condiciones de subsistencia, lo cual, a su vez, genera el segundo tipo de daño social: la normalización del abuso en diferentes formas, pero, principalmente en lo laboral, y es que cuántas veces no hemos visto que los medios de comunicación difunden imágenes de personas ancianas y cansadas que trabajan “ejemplarmente”, cuando en realidad no son más que sujetos explotados por un sistema económico que además de ensanchar las arcas de los poderosos, agrava las condiciones de pobreza de la clase popular.

La positividad tóxica no sólo priva a los individuos de la oportunidad de sufrir, lo cual es necesario para aprender y madurar, sino que, además, lo convence de que toda forma de dolor es mala y que debe de ser evitada a toda costa. La positividad tóxica no enseña a enfrentar los problemas, sino a disfrazarlos, a la par que el individuo asume el papel de víctima en todo momento, papel que indudablemente resulta conveniente y cómodo, pues exime de toda responsabilidad. La positividad tóxica ha favorecido esta sociedad en la que cada quien cree que su sufrimiento tiene más valor que el del otro, y en la que nadie quiere hacerse responsable de nada. En estos tiempos, el sufrimiento y el dolor se condenan, a la par que una actitud de hipócrita empatía se disemina, y es hipócrita porque en realidad la empatía existe sólo de palabra, no de acto, y sin establecer vínculos reales con el otro. Nuestra sociedad, en su discurso, habla mucho de amor, pero lo cierto es que de amor sabe lo mismo que de felicidad: absolutamente nada.

Un concepto que ha sido popularizado por la cultura de la positividad tóxica es el de “ikigai”, término japonés que suele traducirse como “la razón de vivir”. No hay constancia de cuándo surgió la palabra “ikigai”, algunos la datan en el siglo VIII de nuestra era, pero de lo que no hay dudas es que se popularizó hacia finales del siglo XX y en lo que va del XXI. En el año 2016 se publicó el libro Ikigai, los secretos de Japón para una vida larga y feliz, de los autores Héctor García y Francesc Miralles. El título indudablemente es interesante, principalmente porque apela a un supuesto término de la filosofía oriental en el que es posible descubrir los arcanos de la felicidad, sin embargo, la obra no demora mucho en decepcionar, pues su contenido más que ser una reflexión profunda en torno a la filosofía japonesa, no es más que un conjunto forzado de ideas alineadas con la positividad tóxica; leamos unos ejemplos de su decálogo:

«Las diez leyes del ikigai son: Mantente siempre activo, nunca te retires. Tómatelo con calma. No comas hasta llenarte. Rodéate de buenos amigos. Ponte en forma para tu próximo cumpleaños. Sonríe. Reconecta con la naturaleza. Da las gracias. Vive el momento. Sigue tu Ikigai… Dentro de ti hay una pasión, un talento único que da sentido a tus días y te empuja a dar lo mejor de ti mismo hasta el final. Si no lo has encontrado aún, como decía Viktor Frankl, tu próxima misión será encontrarlo.»

A propósito de Viktor Frankl, él fue un psicólogo que luego de haber permanecido preso en los campos nazis de concentración, inventó la logoterapia, método introspectivo que permite al paciente, después de plantearse sendos cuestionamientos existenciales, tener más claridad con respecto al sentido no de la vida, porque ésta carece de sentido, sino con que quiere significar su propia vida. Para Frankl el sufrimiento fue indispensable para comprender la diferencia entre la alegría y la felicidad, siendo la primera pasajera y la segunda, permanente, pero esto no lo consideran los autores del Ikigai, como tampoco los partidarios de la positividad tóxica, quienes ingenuamente creen que la vida se resuelve con una sonrisa.

El mundo no es bueno en sí mismo, pero tampoco es malo. En el mundo hay bondad, como también hay maldad, siendo la maldad más peligrosa la que se disfraza de bondad, entiéndase aquí la positividad tóxica. El ikigai, como concepto filosófico, indudablemente es profundo, en tanto que plantea la necesidad de dotar de sentido a algo que no lo tiene: la vida; sin embargo, el ikigai como producto de la positividad tóxica es peligroso en tanto que cada vez son más las personas que, con miedo a sufrir y victimizándose, confunden la alegría con la felicidad.