/ domingo 24 de marzo de 2024

El mundo iluminado / Las cosas por fuera

elmundoiluminado.com

Puesto que nos consideramos personas prácticas, solemos mantenernos ocupados con actividades que, en el fondo, sabemos que no valen la pena, pero que nos sentimos obligados a hacer a fin de dar la impresión de que nuestra labor es sumamente útil para los demás y de que nosotros somos imprescindibles, pero no es así. Esta tendencia a mantenernos ocupados con actividades que en realidad no queremos hacer, ocurre por inercia, porque vemos que los demás están también ocupados y como no queremos quedarnos sin destacar, como anhelamos que los demás (a quienes no les importamos) nos volteen a ver es que aceptamos hacer aquello que no nos gusta y que a la vez nos obligamos a considerar como importante para aminorar la carga.

Todo el tiempo estamos haciendo cosas, generalmente cosas vanas, vacías, pues nos hemos contagiado del sentimiento productivista que por todo el mundo se disemina. Hacer y hacer, trabajar y trabajar, y no hay tiempo para el ocio, no para el verdadero ocio, pues usualmente cuando solemos “descansar”, lo que en realidad hacemos es utilizar ese tiempo para malgastarlo en el consumo de otras tantas banalidades que alguien más produjo (también sin quererlo) para nosotros.

Estas banalidades en las que usualmente malgastamos nuestra energía pertenecen al mundo tangible, al mundo de las cosas, de los animales, de las personas y del dinero. En este mundo exterior todo cambia a cada instante y, por ende, no es un mundo de esencias, sino de apariencias. Han sido muchos los filósofos que nos han advertido del espejismo en el que vivimos, sin embargo, tal advertencia sólo ha sido y seguirá siendo escuchada por una minoría, pues la mayoría sigue soñando en que su labor es necesaria y que ellos son imprescindibles.

Indudablemente, es necesario vivir en el mundo tangible porque, lo queramos o no, tenemos un cuerpo físico que necesita ser alimentado, pero no porque estemos subyugados a la naturaleza física tenemos que dedicar a ella toda nuestra energía y atención. Nuestro cuerpo necesita ser alimentado, sí, pero nuestro espíritu (palabra incómoda para los progresistas) exige ser cultivado, so pena de pasar el resto de nuestros días en la insatisfacción.

Qué agradable sería la experiencia humana si aprendiéramos a poner límites, pues generalmente caemos en el error de intentar satisfacer a quienes nos rodean, aún cuando sus peticiones sean un mero capricho. Poner límites es fundamental para evitar que quienes nos rodean penetren en el espacio íntimo de nuestra espiritualidad. Cuando los límites no son claros y permitimos que los otros nos transgredan, somos saqueados de todo tesoro que poseemos y es cuando comenzamos a vivir con tristeza, o lo que es peor, con amargura y resentimiento hacia quienes nada tuvieron que ver con el daño que hemos sufrido.

La creencia actual de que únicamente importa todo aquello relacionado con la productividad y que el cultivo del ser es una pérdida de tiempo, es lo que nos ha convertido a todos en una mercancía. La vida humana se ha empeñado tanto en darle valor a lo que puede ver y tocar que todo lo que es invisible, sutil e intangible es despreciado, teniendo dentro de esto último a los sueños, no a los que imaginamos cuando estamos despiertos, sino a los que vemos cuando nos entregamos al obligado descanso nocturno. El filósofo Erich Fromm, en El lenguaje olvidado, lo explica de la siguiente manera:

«Sean los que fueren los méritos de nuestro alto grado de educación, hemos perdido el don de asombrarnos. Revelar asombro es un signo de inferioridad intelectual. Hasta los niños rara vez se sorprenden. Esta actitud es quizá la razón principal por la que uno de los fenómenos más asombrosos de la vida, los sueños, provoca en nosotros tan poca admiración. Todos soñamos, pero actuamos como si no pasara nada raro en nuestras mentes dormidas. En estado de vigilia somos seres activos, racionales, pero sólo vemos las cosas por fuera. Mientras dormimos nuestros sueños son para nosotros muy reales. El sueño es un hecho real, tanto que nos induce a preguntarnos: ¿Qué es la realidad? ¿Cómo sabemos que lo que soñamos es irreal y que lo que nos ocurre en la vida diaria es real?»

No faltará quien pretenda responder a lo anterior diciendo que lo real es lo que podemos ver y tocar, lo que podemos sentir y degustar, lo que ocurre en el estado de vigilia; pero esta respuesta no aporta ninguna prueba contundente para negar la posibilidad de que el sueño sea lo real y garantizar que la vigilia sea lo irreal, pues ¿acaso no también en los sueños podemos ver, tocar, sentir, degustar y, en fin, realizar lo mismo (e incluso más) que lo que hacemos mientras estamos “despiertos” y con ocupaciones sumamente “importantes”?

Es un hecho innegable que durante la vigilia nos hallamos mucho más limitados que cuando estamos dormidos y soñando, podría parecer lo contrario porque quien duerme es incapaz de mover su cuerpo a voluntad, pero no es así, pues mientras que el que está vigilante se halla sujeto a su realidad física y a los límites de su lengua materna, quien duerme es capaz de crear un mundo con sus propias leyes, sustentando este nuevo mundo en la única lengua universal: la del símbolo, aquella que usaron de la misma manera los hombres de la antigüedad y que, aunque sea en contra de su voluntad, mantendrán los del futuro, pues es en el símbolo en donde se halla la única realidad posible.

Lo verdaderamente trascendente para la experiencia humana se le revela a quien, lejos de las banalidades del mundo, es capaz de ver las cosas por dentro. Identificarse con la dimensión de la vigilia tarde o temprano nos arrastra a la monotonía que implica ver las cosas por fuera.

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Puesto que nos consideramos personas prácticas, solemos mantenernos ocupados con actividades que, en el fondo, sabemos que no valen la pena, pero que nos sentimos obligados a hacer a fin de dar la impresión de que nuestra labor es sumamente útil para los demás y de que nosotros somos imprescindibles, pero no es así. Esta tendencia a mantenernos ocupados con actividades que en realidad no queremos hacer, ocurre por inercia, porque vemos que los demás están también ocupados y como no queremos quedarnos sin destacar, como anhelamos que los demás (a quienes no les importamos) nos volteen a ver es que aceptamos hacer aquello que no nos gusta y que a la vez nos obligamos a considerar como importante para aminorar la carga.

Todo el tiempo estamos haciendo cosas, generalmente cosas vanas, vacías, pues nos hemos contagiado del sentimiento productivista que por todo el mundo se disemina. Hacer y hacer, trabajar y trabajar, y no hay tiempo para el ocio, no para el verdadero ocio, pues usualmente cuando solemos “descansar”, lo que en realidad hacemos es utilizar ese tiempo para malgastarlo en el consumo de otras tantas banalidades que alguien más produjo (también sin quererlo) para nosotros.

Estas banalidades en las que usualmente malgastamos nuestra energía pertenecen al mundo tangible, al mundo de las cosas, de los animales, de las personas y del dinero. En este mundo exterior todo cambia a cada instante y, por ende, no es un mundo de esencias, sino de apariencias. Han sido muchos los filósofos que nos han advertido del espejismo en el que vivimos, sin embargo, tal advertencia sólo ha sido y seguirá siendo escuchada por una minoría, pues la mayoría sigue soñando en que su labor es necesaria y que ellos son imprescindibles.

Indudablemente, es necesario vivir en el mundo tangible porque, lo queramos o no, tenemos un cuerpo físico que necesita ser alimentado, pero no porque estemos subyugados a la naturaleza física tenemos que dedicar a ella toda nuestra energía y atención. Nuestro cuerpo necesita ser alimentado, sí, pero nuestro espíritu (palabra incómoda para los progresistas) exige ser cultivado, so pena de pasar el resto de nuestros días en la insatisfacción.

Qué agradable sería la experiencia humana si aprendiéramos a poner límites, pues generalmente caemos en el error de intentar satisfacer a quienes nos rodean, aún cuando sus peticiones sean un mero capricho. Poner límites es fundamental para evitar que quienes nos rodean penetren en el espacio íntimo de nuestra espiritualidad. Cuando los límites no son claros y permitimos que los otros nos transgredan, somos saqueados de todo tesoro que poseemos y es cuando comenzamos a vivir con tristeza, o lo que es peor, con amargura y resentimiento hacia quienes nada tuvieron que ver con el daño que hemos sufrido.

La creencia actual de que únicamente importa todo aquello relacionado con la productividad y que el cultivo del ser es una pérdida de tiempo, es lo que nos ha convertido a todos en una mercancía. La vida humana se ha empeñado tanto en darle valor a lo que puede ver y tocar que todo lo que es invisible, sutil e intangible es despreciado, teniendo dentro de esto último a los sueños, no a los que imaginamos cuando estamos despiertos, sino a los que vemos cuando nos entregamos al obligado descanso nocturno. El filósofo Erich Fromm, en El lenguaje olvidado, lo explica de la siguiente manera:

«Sean los que fueren los méritos de nuestro alto grado de educación, hemos perdido el don de asombrarnos. Revelar asombro es un signo de inferioridad intelectual. Hasta los niños rara vez se sorprenden. Esta actitud es quizá la razón principal por la que uno de los fenómenos más asombrosos de la vida, los sueños, provoca en nosotros tan poca admiración. Todos soñamos, pero actuamos como si no pasara nada raro en nuestras mentes dormidas. En estado de vigilia somos seres activos, racionales, pero sólo vemos las cosas por fuera. Mientras dormimos nuestros sueños son para nosotros muy reales. El sueño es un hecho real, tanto que nos induce a preguntarnos: ¿Qué es la realidad? ¿Cómo sabemos que lo que soñamos es irreal y que lo que nos ocurre en la vida diaria es real?»

No faltará quien pretenda responder a lo anterior diciendo que lo real es lo que podemos ver y tocar, lo que podemos sentir y degustar, lo que ocurre en el estado de vigilia; pero esta respuesta no aporta ninguna prueba contundente para negar la posibilidad de que el sueño sea lo real y garantizar que la vigilia sea lo irreal, pues ¿acaso no también en los sueños podemos ver, tocar, sentir, degustar y, en fin, realizar lo mismo (e incluso más) que lo que hacemos mientras estamos “despiertos” y con ocupaciones sumamente “importantes”?

Es un hecho innegable que durante la vigilia nos hallamos mucho más limitados que cuando estamos dormidos y soñando, podría parecer lo contrario porque quien duerme es incapaz de mover su cuerpo a voluntad, pero no es así, pues mientras que el que está vigilante se halla sujeto a su realidad física y a los límites de su lengua materna, quien duerme es capaz de crear un mundo con sus propias leyes, sustentando este nuevo mundo en la única lengua universal: la del símbolo, aquella que usaron de la misma manera los hombres de la antigüedad y que, aunque sea en contra de su voluntad, mantendrán los del futuro, pues es en el símbolo en donde se halla la única realidad posible.

Lo verdaderamente trascendente para la experiencia humana se le revela a quien, lejos de las banalidades del mundo, es capaz de ver las cosas por dentro. Identificarse con la dimensión de la vigilia tarde o temprano nos arrastra a la monotonía que implica ver las cosas por fuera.