Como padres, tenemos la inmensa responsabilidad de transmitir a nuestros hijos una imagen veraz y positiva de sí mismos.
A través de las palabras que recibimos durante los primeros años de la infancia y de la forma en la que nos transmiten, configuramos nuestra identidad y construimos el tipo de relación que mantendremos de por vida con nosotros mismos y con nuestro entorno. Si las palabras que nos dedicaron de bebés y de niños fueron amables, amorosas, asertivas, honestas y ponderadas, creceremos conscientes de nuestra valía, erigiremos una imagen de nosotros mismos, fuerte y segura, desarrollaremos una alta autoestima y mantendremos un vínculo basado en la igualdad con los demás.
Por el contrario, si en nuestra niñez solo escuchamos gritos, reproches, críticas, quejas, palabras fuertes e insultos, la vida nos parecerá dura y complicada, nuestra autoestima se verá fuertemente mermada, elaboraremos una autoimagen pobre, quebradiza e insegura y nuestras relaciones con las otras personas serán complejas y generalmente difíciles y conflictivas.
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Los adultos verbalizan y crean la realidad en la que crecen los niños y le ponen palabras a su vida. También, con sus frases, le otorgan sentido al entorno de los pequeños, a sus aprendizajes, a sus relaciones, a las acciones de las personas que les rodean e incluso a su mundo interior.
Los niños confían en sus mayores, en la veracidad de las palabras de sus padres, de sus maestros, de sus familiares. Los niños creen en los adultos, en las frases que les dirigen. No dudan de ellas nunca, ni siquiera cuando estas se contradicen con su instinto y comprometen no solo su seguridad, sino también su equilibrio interno.
Cuando el padre de un niño le grita continuamente que es un vago, que no vale para nada, que nunca hará nada, su hijo, desoyendo a su propia intuición, le cree y acaba por pensarse como una persona perezosa y fracasada. Si la abuela me compara con mi prima, mucho más guapa, alta y esbelta, imaginaréque hay algo defectuoso en mi cuerpo y me pasaré la vida persiguiendo un ideal de belleza falso (reforzado por las palabras e imágenes que me bombardean desde los medios de comunicación).
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El bebé que experimenta con texturas tocando su comida y escucha mil reprimendas que le califican como sucio y que le prohíben seguir con lo que está haciendo deja de un lado su espíritu investigador y acaba por convertirse en una persona apocada e inmovilista.
Frases como “no eres bueno para nada”, “así no se hace”, “mejor no hables”, “nunca puedes hacer nada bien”, “eres un torpe”, “hazle caso a tus mayores”, “cuidado te vas a caer”, “burro”, “grosero”, “desobediente”, “eso no se hace”, “eso no se dice”, “no te toques ahí”, “eres un cochino” y muchas otras que escuchamos con frecuencia, suponen además de un freno en su desarrollo, un golpe directo a la autoestima y a la salud emocional del niño. Estas palabras dañinas, lanzadas sin contención hacia los pequeños, les hieren fatalmente quebrando su autoconfianza y robándoles su poder interno y su verdadera identidad.
Las palabras que les dirigimos a nuestros hijos, si queremos salvaguardar su autoestima y su identidad real, tienen que mantenerse libres de violencia, de agresividad, de chantaje, de humillación, de sumisión, de condescendencia, de toxicidad y de negatividad. El lenguaje que utilicemos para hablar con ellos debe, ante todo, basarse en el respeto, la honestidad, el cariño y la naturalidad. Nuestros hijos no necesitan regañadinas, castigos, reprimendas, mentiras ni gritos.
Nuestros hijos precisan que les hablemos con amor, con asertividad, en un tono cariñoso y que, ante todo, les ofrezcamos sostén, cuidados, seguridad, apoyo y un acompañamiento basado en el respeto mutuo, la confianza y el diálogo.
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