/ lunes 28 de febrero de 2022

Leyendas de Puebla: La casa del perro guardián en la calle de la Limpia

La casona ubicada en la 3 Sur y 9 Poniente fue habitada por una prominente familia española que no tenía idea del secreto que guardaba entre sus muros

A principios del siglo XVIII, durante una tarde lluviosa de septiembre, una familia española adinerada llegó a vivir a la ciudad de Puebla. Venían por el antiguo camino de Veracruz, cuando su carruaje de mulas traqueteó fuertemente al subir el cerro de Loreto, hasta que finalmente divisaron las torres altas y los hermosos campanarios de Catedral.

-“¿Hay un buen lugar donde hospedarse?”, preguntó el padre de familia al guardia que cuidaba la entrada de la ciudad y quien de un vistazo supo que era gente pudiente por el ajuar que portaban.

-“Sigan al Mesón del Ángel”, respondió apresurado el guardia bajo la tormenta que empeoraba.

El carruaje cruzó con premura hasta llegar al mesón. A la mañana siguiente iniciaron la búsqueda de una casa, labor que para una familia española con dinero no era sencilla. Lo ideal era el centro, pero no había casas disponibles.

Cerca de la parroquia de San José encontraron una casa que parecía hermosa, junto del Río San Francisco que en ese entonces tenía aguas claras, pero el lugar se encontraba muy solo y era peligroso.

Cansados de la búsqueda regresaron al mesón. Ahí el amable mesonero señaló que las monjas del Convento de Santa Inés tenían una propiedad en renta.

La casa era grande y se enamoraron de ella en cuanto la vieron. Ocupaba la esquina completa de la calle Portería de Santa Inés (9 Poniente) y la calle de la Limpia (3 Sur). Sus dos niveles estaban coronados por la estatua de un perro que causaba interés de cuanta persona pasaba por ahí.

Algunas personas decían que la casona perteneció a uno de los conquistadores que dominó Tepeaca, porque los españoles utilizaban perros feroces para atacar a los indios en sus partes nobles. Otros aseguraban que la estatua era hueca y que el propietario de la casa había encontrado un tesoro y por eso no había quitado al perro. Unos más eran de la opinión que el perro señalaba y cuidaba un tesoro dentro de la casa.

Lo bueno de una casa embrujada es que la renta siempre es barata. Así que don Juan de Illescas junto con su hermosa esposa y su bella hija, se dispusieron a iniciar una vida en la Nueva España.

UN ESPAÑOL DE MEDIOS

Los Illescas no tardaron en convertirse en una de las familias más populares de Puebla.

Rápidamente se esparció el rumor que un español de medios se había instalado en la ciudad, provocando el interés de muchas personas por conocerlo. Generoso abrió la casa a todo el vecindario e invitó a toda la clase pudiente a las fiestas que organizaba, lo mismo a los alcaldes, dueños de obrajes, molineros e inquisidores.

Por las tardes, las familias más elegantes se reunían en la casa de los Illescas para saborear pan endulzado y beber el dulce cacao en finas mancerinas de plata, que eran una especie de tazas con el tamaño suficiente para sostener un pan en medio del espumoso chocolate. Las damas poblanas podían admirar los muebles, la ropa y los sirvientes de los anfitriones. Los hombres, en un salón aparte, solían jugar cartas hasta muy entrada la noche.

Sí, los Illescas eran una bonita familia española.

Hasta que una noche, un siniestro grupo de hombres vestidos de negro tocaron a la puerta. Al grito de: “¿Quién vive?”, contestaron con una palabra que no admitía resistencia alguna.

-“¡Inquisición!”

Acto seguido, Juan Illescas fue aprehendido y llevado a un calabozo de la Inquisición en Puebla.

EL NUEVO INQUISIDOR

¿Cómo pasaba uno, en una noche, de ser un honrado comerciante español a un reo en un calabozo nauseabundo?

Quizá no hubieran atrapado a Illescas si no fuera por el gusto que tenía de bañarse diario. Le gustaba ir al temascal de Luisa la Limpia que se encontraba en su misma calle. También le agradaba zambullirse en las fosas de agua sulfurosa que había alrededor de la ciudad.

El problema del buen Illescas fue que un nuevo inquisidor había llegado a Puebla y se proponía renovar a una institución que muchos decían ya era obsoleta. No habían quemado a nadie en 80 años y se sentía la necesidad de hacer un buen espectáculo, muy difícil en una ciudad donde todos se consideraban cristianos.

Al inquisidor le pareció increíble cómo nadie se había dado cuenta del verdadero origen del hombre, ¡no era español! Su nariz aguileña, sus ojos hundidos y sus orejas, delataba a un judío recién convertido al cristianismo.

Al llamar testigos para la investigación, uno afirmó lo siguiente:

-“Que estando en el Molino de don Rafael Mangino, vio el declarante como se le ofrecía un tocino grueso al citado Illescas, y este lo rechazó diciendo estar indispuesto.”

Bañarse diario, haber rechazado comer tocino, muy probablemente por haber comido ya bastante, era suficiente para ser encerrado en un calabozo.

En realidad a los inquisidores les importaba un bledo si era judío o no. Lo más importante era su riqueza porque cualquier acusado de un delito grave ante la Inquisición perdía sus propiedades que eran repartidas entre ellos.

El solo debía declararse culpable y a la inquisición le sobraban herramientas para lograr tal fin: el potro del tormento, hierros candentes, azotes, torniquetes… No tardarían mucho en hacerlo confesar que había matado hasta al mismo Jesús.

UN MASTÍN FANTASMAL

Cuando en el vecindario se enteraron que no habían estado viviendo junto a un caballero español decente, sino cerca de un judío, se horrorizaron y de inmediato retiraron el saludo a la familia. Solamente las monjas de Santa Inés siguieron yendo a la casa, trataban de convencer a la madre y a la hija de retirarse a su convento para vivir como monjas.

La esposa de Illescas se negó. No abandonaría a su esposo.

Por supuesto, ¡él era culpable!, pero también su familia. En España, la esposa se hacía llamar Ana de Gibraltar, cuando su verdadero nombre era Sara, y el de su esposo era Isaac Sefarad. En 1492 los reyes católicos ordenaron a los judíos convertirse o ser expulsados, los judíos se habían ocultado entre los cristianos de la península, durante generaciones habían resguardado su herencia cultural y las tradiciones de su pueblo, hasta que la persecución los había obligado a emigrar a América.

A medianoche Sara meditaba. Su esposo moriría quemado y ella terminaría su vida junto con su hija mendigando en el camino real. Esa noche tuvo pesadillas y en cierto momento despertó asustada, giró la cabeza en todas direcciones hasta que al frente de su cama descubrió unos ojos enormes que la observaban, en medio de las sombras que revelaban la imagen de un mastín. Quiso gritar, pero sólo salió un sonido hueco de su boca.

El perro no dejaba de mirarla en el silencio de la noche. Pronto comenzó a moverse hacia la puerta, haciendo la invitación muda a ser seguido. Sara se levantó y juntos descendieron por las escaleras a las partes más bajas de la casa.

Como hipnotizada siguió a ese mastín fantasmal hasta un rincón donde pudo ver como brotaba una extraña luz azul. Cuando se acercó lo suficiente vio al perro sollozando, señalando una misteriosa grieta en la pared.

Sara se alegró, ya que ella, como toda la población española de ese tiempo, sabía lo que significaban los fuegos fatuos. Tomó cuchillas y cucharas a manera de pico y pala, y comenzó a romper la pared. A medida que escarbaba, la débil luz se iba haciendo más intensa, era como un incendio azul que no quemaba su cuerpo. Cuando el yeso cedió pudo ver los restos de un can emparedado muchos siglos atrás, con un letrero que decía:

“Al único amigo que tuve en vida”

Debajo había un cofre lleno de monedas de oro. Sara miró atrás y el fantasma ya no estaba.

DESAPARECE EN LA NOCHE

Tres meses después, en medio de la oscuridad de la noche, una carreta desvencijada jalada con mulas y conducida por Sara, se acercó a una aldea insignificante de chozas de madera en el norte del país. A lado de ella, su hija y en la parte de atrás venía el esposo todavía convaleciente de las heridas que había recibido.

-“Bienvenidos a Monterrey”, dijo el hombre que hacía guardia a la entrada del pueblo, que no era un lugar muy agradable, más bien seco y con una llanura inmensa

-“Muchas gracias ¿Cuántos viven en el lugar?”, preguntó Sara

-“Con ustedes seremos quince familias”, respondió contento y agregó, “los ayudaremos a instalarse, estarán bien”

Juan Illescas que estaba medio soñando todavía con los dolores del tormento que ninguna medicina parecía poder quitar. La esposa no dijo nada porque la mirada en su rostro lo decía todo. Supo que su esposo necesitaba algo más, se acercó y lo besó profundamente.

No se sabe si la felicidad de la familia fue completa porque Juan Illescas nunca se recuperó de las heridas recibidas, una leve cojera delataba su dolor. Con todo, la familia prosperó a la larga y sus descendientes se cuentan entre las familias más importantes del norte del país.

¿Cómo lograron escapar esa misma noche?, ¿Realmente el inquisidor aceptó el dinero y los dejó ir así como así?, ¿Cómo pasaron a los guardias de los puentes? Muchos años se especuló sobre lo que realmente sucedió esa noche cuando la temible Inquisición perdió un preso.

Como haya sido, nadie volvió a saber nada de la familia Illescas y ellos pronto pasaron a ser una leyenda más de la ciudad.

  • Autoría: José Orestes Magaña. Leyenda contenida en su libro “13 Casas y Lugares Malditos”.
  • Adaptación: Erika Reyes

A principios del siglo XVIII, durante una tarde lluviosa de septiembre, una familia española adinerada llegó a vivir a la ciudad de Puebla. Venían por el antiguo camino de Veracruz, cuando su carruaje de mulas traqueteó fuertemente al subir el cerro de Loreto, hasta que finalmente divisaron las torres altas y los hermosos campanarios de Catedral.

-“¿Hay un buen lugar donde hospedarse?”, preguntó el padre de familia al guardia que cuidaba la entrada de la ciudad y quien de un vistazo supo que era gente pudiente por el ajuar que portaban.

-“Sigan al Mesón del Ángel”, respondió apresurado el guardia bajo la tormenta que empeoraba.

El carruaje cruzó con premura hasta llegar al mesón. A la mañana siguiente iniciaron la búsqueda de una casa, labor que para una familia española con dinero no era sencilla. Lo ideal era el centro, pero no había casas disponibles.

Cerca de la parroquia de San José encontraron una casa que parecía hermosa, junto del Río San Francisco que en ese entonces tenía aguas claras, pero el lugar se encontraba muy solo y era peligroso.

Cansados de la búsqueda regresaron al mesón. Ahí el amable mesonero señaló que las monjas del Convento de Santa Inés tenían una propiedad en renta.

La casa era grande y se enamoraron de ella en cuanto la vieron. Ocupaba la esquina completa de la calle Portería de Santa Inés (9 Poniente) y la calle de la Limpia (3 Sur). Sus dos niveles estaban coronados por la estatua de un perro que causaba interés de cuanta persona pasaba por ahí.

Algunas personas decían que la casona perteneció a uno de los conquistadores que dominó Tepeaca, porque los españoles utilizaban perros feroces para atacar a los indios en sus partes nobles. Otros aseguraban que la estatua era hueca y que el propietario de la casa había encontrado un tesoro y por eso no había quitado al perro. Unos más eran de la opinión que el perro señalaba y cuidaba un tesoro dentro de la casa.

Lo bueno de una casa embrujada es que la renta siempre es barata. Así que don Juan de Illescas junto con su hermosa esposa y su bella hija, se dispusieron a iniciar una vida en la Nueva España.

UN ESPAÑOL DE MEDIOS

Los Illescas no tardaron en convertirse en una de las familias más populares de Puebla.

Rápidamente se esparció el rumor que un español de medios se había instalado en la ciudad, provocando el interés de muchas personas por conocerlo. Generoso abrió la casa a todo el vecindario e invitó a toda la clase pudiente a las fiestas que organizaba, lo mismo a los alcaldes, dueños de obrajes, molineros e inquisidores.

Por las tardes, las familias más elegantes se reunían en la casa de los Illescas para saborear pan endulzado y beber el dulce cacao en finas mancerinas de plata, que eran una especie de tazas con el tamaño suficiente para sostener un pan en medio del espumoso chocolate. Las damas poblanas podían admirar los muebles, la ropa y los sirvientes de los anfitriones. Los hombres, en un salón aparte, solían jugar cartas hasta muy entrada la noche.

Sí, los Illescas eran una bonita familia española.

Hasta que una noche, un siniestro grupo de hombres vestidos de negro tocaron a la puerta. Al grito de: “¿Quién vive?”, contestaron con una palabra que no admitía resistencia alguna.

-“¡Inquisición!”

Acto seguido, Juan Illescas fue aprehendido y llevado a un calabozo de la Inquisición en Puebla.

EL NUEVO INQUISIDOR

¿Cómo pasaba uno, en una noche, de ser un honrado comerciante español a un reo en un calabozo nauseabundo?

Quizá no hubieran atrapado a Illescas si no fuera por el gusto que tenía de bañarse diario. Le gustaba ir al temascal de Luisa la Limpia que se encontraba en su misma calle. También le agradaba zambullirse en las fosas de agua sulfurosa que había alrededor de la ciudad.

El problema del buen Illescas fue que un nuevo inquisidor había llegado a Puebla y se proponía renovar a una institución que muchos decían ya era obsoleta. No habían quemado a nadie en 80 años y se sentía la necesidad de hacer un buen espectáculo, muy difícil en una ciudad donde todos se consideraban cristianos.

Al inquisidor le pareció increíble cómo nadie se había dado cuenta del verdadero origen del hombre, ¡no era español! Su nariz aguileña, sus ojos hundidos y sus orejas, delataba a un judío recién convertido al cristianismo.

Al llamar testigos para la investigación, uno afirmó lo siguiente:

-“Que estando en el Molino de don Rafael Mangino, vio el declarante como se le ofrecía un tocino grueso al citado Illescas, y este lo rechazó diciendo estar indispuesto.”

Bañarse diario, haber rechazado comer tocino, muy probablemente por haber comido ya bastante, era suficiente para ser encerrado en un calabozo.

En realidad a los inquisidores les importaba un bledo si era judío o no. Lo más importante era su riqueza porque cualquier acusado de un delito grave ante la Inquisición perdía sus propiedades que eran repartidas entre ellos.

El solo debía declararse culpable y a la inquisición le sobraban herramientas para lograr tal fin: el potro del tormento, hierros candentes, azotes, torniquetes… No tardarían mucho en hacerlo confesar que había matado hasta al mismo Jesús.

UN MASTÍN FANTASMAL

Cuando en el vecindario se enteraron que no habían estado viviendo junto a un caballero español decente, sino cerca de un judío, se horrorizaron y de inmediato retiraron el saludo a la familia. Solamente las monjas de Santa Inés siguieron yendo a la casa, trataban de convencer a la madre y a la hija de retirarse a su convento para vivir como monjas.

La esposa de Illescas se negó. No abandonaría a su esposo.

Por supuesto, ¡él era culpable!, pero también su familia. En España, la esposa se hacía llamar Ana de Gibraltar, cuando su verdadero nombre era Sara, y el de su esposo era Isaac Sefarad. En 1492 los reyes católicos ordenaron a los judíos convertirse o ser expulsados, los judíos se habían ocultado entre los cristianos de la península, durante generaciones habían resguardado su herencia cultural y las tradiciones de su pueblo, hasta que la persecución los había obligado a emigrar a América.

A medianoche Sara meditaba. Su esposo moriría quemado y ella terminaría su vida junto con su hija mendigando en el camino real. Esa noche tuvo pesadillas y en cierto momento despertó asustada, giró la cabeza en todas direcciones hasta que al frente de su cama descubrió unos ojos enormes que la observaban, en medio de las sombras que revelaban la imagen de un mastín. Quiso gritar, pero sólo salió un sonido hueco de su boca.

El perro no dejaba de mirarla en el silencio de la noche. Pronto comenzó a moverse hacia la puerta, haciendo la invitación muda a ser seguido. Sara se levantó y juntos descendieron por las escaleras a las partes más bajas de la casa.

Como hipnotizada siguió a ese mastín fantasmal hasta un rincón donde pudo ver como brotaba una extraña luz azul. Cuando se acercó lo suficiente vio al perro sollozando, señalando una misteriosa grieta en la pared.

Sara se alegró, ya que ella, como toda la población española de ese tiempo, sabía lo que significaban los fuegos fatuos. Tomó cuchillas y cucharas a manera de pico y pala, y comenzó a romper la pared. A medida que escarbaba, la débil luz se iba haciendo más intensa, era como un incendio azul que no quemaba su cuerpo. Cuando el yeso cedió pudo ver los restos de un can emparedado muchos siglos atrás, con un letrero que decía:

“Al único amigo que tuve en vida”

Debajo había un cofre lleno de monedas de oro. Sara miró atrás y el fantasma ya no estaba.

DESAPARECE EN LA NOCHE

Tres meses después, en medio de la oscuridad de la noche, una carreta desvencijada jalada con mulas y conducida por Sara, se acercó a una aldea insignificante de chozas de madera en el norte del país. A lado de ella, su hija y en la parte de atrás venía el esposo todavía convaleciente de las heridas que había recibido.

-“Bienvenidos a Monterrey”, dijo el hombre que hacía guardia a la entrada del pueblo, que no era un lugar muy agradable, más bien seco y con una llanura inmensa

-“Muchas gracias ¿Cuántos viven en el lugar?”, preguntó Sara

-“Con ustedes seremos quince familias”, respondió contento y agregó, “los ayudaremos a instalarse, estarán bien”

Juan Illescas que estaba medio soñando todavía con los dolores del tormento que ninguna medicina parecía poder quitar. La esposa no dijo nada porque la mirada en su rostro lo decía todo. Supo que su esposo necesitaba algo más, se acercó y lo besó profundamente.

No se sabe si la felicidad de la familia fue completa porque Juan Illescas nunca se recuperó de las heridas recibidas, una leve cojera delataba su dolor. Con todo, la familia prosperó a la larga y sus descendientes se cuentan entre las familias más importantes del norte del país.

¿Cómo lograron escapar esa misma noche?, ¿Realmente el inquisidor aceptó el dinero y los dejó ir así como así?, ¿Cómo pasaron a los guardias de los puentes? Muchos años se especuló sobre lo que realmente sucedió esa noche cuando la temible Inquisición perdió un preso.

Como haya sido, nadie volvió a saber nada de la familia Illescas y ellos pronto pasaron a ser una leyenda más de la ciudad.

  • Autoría: José Orestes Magaña. Leyenda contenida en su libro “13 Casas y Lugares Malditos”.
  • Adaptación: Erika Reyes

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