Hace 35 años la prestigiada antropóloga y escritora de origen sirio, Ikram Antaki, repetía una y otra vez que la sociedad mexicana estaba deteriorándose de manera acelerada y advertía que el tejido social comenzaba a mostrar un peligroso desgaste ante la indiferencia de las autoridades y una pobre reacción de las instituciones.
La también reconocida analista advertía en cada oportunidad de reflexión pública o privada: “No cometamos el error de minimizar la violencia en México y aceptarla como algo normal, porque no lo es y en poco tiempo no habrá forma de dar marcha atrás…”.
Ikram tenía, como de costumbre, profunda razón en su análisis, siempre incómodo para la clase política de ese tiempo. Hoy, casi dos generaciones después, los mexicanos estamos hundidos en una de las peores crisis sociales y de violencia, solo superada por el movimiento revolucionario del siglo pasado.
Hoy es más que común que nos enteremos y nos indignemos (solo por unos instantes) por esas imágenes e historias viralizadas donde adultos, jóvenes y niños se ven envueltos en agresiones verbales y actos de violencia física que en el extremo han terminado en muerte e impunidad.
Las historias sobran, desde una adolescente de secundaria que golpeó con una piedra a Norma Lizbeth Ramos, una compañera de 14 años que fue sometida hasta provocarle la muerte en el estado de México. Aquí en Puebla, ese puñado de siete jóvenes cobardes e impunes que propinaron una golpiza a Ernesto Calderón dejándolo mal herido, y el hecho más reciente, el de un “junior” prepotente hijo de una familia que lleva la violencia en las entrañas, ése que golpeó e hirió a un guardia de seguridad en Lomas de Angelópolis.
El mensaje que siembra la violencia es grave, pero lo es más aún el sentimiento de impunidad y temor que queda al no haber castigo aparente para sujetos que le pueden “romper la madre” a quien sea porque también pueden pagar una o las fianzas que sean necesarias.
Tal vez por ello los casos de violencia juvenil en Puebla van en aumento y el recuento, lejos de ser morboso, debe ser citado para evitar la memoria blandengue en la que estamos cayendo todos al indignarnos y criticar desde las redes sociales esperando el siguiente escándalo para volver a maldecir de manera superficial.
Es incuestionable que para las autoridades y para las instituciones educativas envueltas en estos casos de violencia resulta incómodo verse expuestas en su evidente ineficacia, porque está claro que han quedado rebasadas, no obstante, es preciso señalar que el fenómeno de la intolerancia y el odio tienen un mismo origen, la familia, y una misma raíz, el hogar.
Un estudio desarrollado por la Fundación para la Investigación en Delincuencia y Seguridad en España revela que el odio y sus diferentes expresiones han crecido de manera exponencial no solo en esa nación, sino en el mundo; en los último 10 años los delitos de odio en los Estados Unidos crecieron 400 por ciento, en Brasil 600 por ciento y en ese mismo lapso en España los ataques por odio se dispararon 1 mil 200 por ciento.
México (aunque se tengan otros datos) supera en delitos por esta causa a España y, a su vez, es superado de manera grave por países como Honduras, Nicaragua, Brasil, El Salvador y Argentina.
El odio es definido por la Real Academia de la Lengua Española como: “La antipatía y el desprecio hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea”. Un hecho por demás relevante a destacar es que nadie nace odiando, este sentimiento se aprende desde el seno familiar o desde diferentes tribunas donde se receta la doctrina una y otra vez.
Adicional, el odio surge de emociones y sentimientos mal gestionados por parte de una sociedad presionada a sobrevivir en condiciones cada vez más complejas, esta condición ha desatado severos trastornos conductuales en las nuevas generaciones, siendo la ansiedad y la desesperanza los más evidentes.
Sumado a esta tendencia mundial creciente, el fenómeno es mucho más profundo. Si bien es cierto que la humanidad ha logrado evolucionar de manera muy importante durante las últimas décadas, también es incuestionable que nuestra misma especie ha involucionado en conductas elementales para el desarrollo como lo son el respeto, la tolerancia, la justicia, la gratitud y la generosidad.
Así es el pragmatismo de estos tiempos en los que la creencia de que “el gandalla no batalla” está quebrando nuestros valores y el esquema social de una niñez y juventud que no encuentran respuestas ni opciones que no sean atropellar para sobrevivir.
Las autoridades están obligadas a reaccionar y no solo a condenar, los candidatos y candidatas están obligados a estudiar, entender y atender esta bomba de tiempo que ha comenzado a estallar y que seguramente será mucho más grave cuando asuman sus cargos.
Pero más importante aún, las sociedades estamos obligadas a reaccionar y ganar terreno desde nuestros hogares, recuperando los valores más importantes; de otra manera, estamos condenando a nuestros hijos a sobrevivir sin herramientas emocionales en una jungla de criminales impunes, autoridades rebasadas e instituciones ocupadas en su propia supervivencia.
No nos acostumbremos pues a ser parte de una sociedad que se indigna y olvida en segundos, esperando el siguiente video en las redes sociales.
X: @IvanMercadoNews