/ sábado 9 de febrero de 2019

Las frituras saludables | El Rincón de Zalacaín

"No es bueno comer entre comidas" decía la tía abuela al prohibir consumir frituras a la salida de la escuela

Obligado a pasar frente a la salida de una de las escuelas con más alumnos de la ciudad trajo, en consecuencia, al aventurero a pararse también en la fila de un puesto de “frituras”, esas comidillas ocasionales antojadizas a toda hora. Con ello, entró en una etapa intentando recordar sus años de colegial cuando estaba prácticamente prohibido comer en puestos callejeros al salir de clases.

No eran razones higiénicas las causas de la prohibición, más bien el consumo de frituras de harina en aceite en sus diversas presentaciones estaba considerada un obstáculo para después comer bien en la casa. La tía abuela decía “no es bueno comer entre comidas”.

Llenar el estómago con un tentempié callejero era lo más común de la infancia en tiempos de la primaria y la secundaria. Los puestos de verduras, frutas y frituras eran coloquiales: en aquellas épocas no había tanta comida chatarra en recipientes y marcas de colores atractivos.

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Incluso en las tienditas de la esquina aparecían los cartones con bolsitas llenas de pastillas en forma de municiones o estrellitas perfumadas de menta, cacahuates garapiñados o caramelos de anís.

Zalacaín observó la moda hoy día: a los tradicionales “churritos” les han sucedido otras hechas también de harina frita, chicharrines bofos y algunas formas redondas como flor llamadas “botana”, metidas todas en bolsas de plástico, condimentadas al gusto del estudiante con salsa “casera” o “botanera”, limón recién exprimido de un aparato metálico carcomido ya por el ácido, sal y, a veces, el agregado de chile en polvo. Eso sí, también “casero”. Toda una bomba para el estómago, según los médicos, todo un manjar ante una boca sedienta y ganas de calmar el hambre.

En aquella escuela Zalacaín no encontró los churritos; hubo, en cambio, papas, chicharrines, cacahuates y otras modalidades.

Continuó su camino y apareció en otra banqueta al rayo del sol un vendedor en un carrito donde se colocaban las bolsitas de comida hoy llamada “chatarra”, pero muy distante de ser tan nociva como la industrializada. Con la mano temblorosa por la edad y la enfermedad, el vendedor tomó una de las 6 bolsas en la estantería, le puso salsa casera, le sumó el limón, sacó una servilleta de papel y la entregó al aventurero, quien sin pena alguna continuó su camino degustando uno a uno los churritos. Los primeros, los más crujientes, tronaban en la boca al recibir la presión de los dientes; el limón y la salsa hacían salivar y animar a comer uno detrás de otro.

Foto: Jesús Manuel Hernández 

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En la medida de aumentar el consumo, surgió la sed y en la medida de seguir caminando, el limón y la salsa hicieron lo propio y acabaron por ablandar el resto de los churritos, la añoranza lo llevó a otra época. Lo más sabroso era el principio y el final de esa golosina: los crujientes, primero, y los deshechos, al último.

Al paso de los años las frituras de harina, quizá heredadas de la influencia de la cultura oriental, fueron un proceso de manutención de las familias, pues se producían en casa, no se agregaban conservadores ni saborizantes, menos colorantes, era, por decirlo así, una forma sana de mal comer un tentempié mientras se llegaba a comer como Dios mandaba.

Junto a los chicharrines existía también la práctica del “volado”, jugarse la cuenta, pedir fiado, dejar el compás o la pluma o las libretas de tareas para garantizar el pago. Total, el deudor estaba todos los días ahí, lo importante era, para uno, vender y, para el otro, comerse algo camino a su casa.

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Pero las industrias mal llamadas alimenticias de México encontraron la veta para meterse a la producción masiva de los alimentos, ahora sí, llamados “chatarra”, donde lo menos malo es la harina y el aceite. Lo grave es el glutamato monosódico, un agente neurotóxico; la tartrazina, colorante derivado del petróleo; el amarillo ocaso o el rojo allura, agentes de la hiperactividad o el déficit de atención, según los estudios químicos.

Los estudiantes siguen consumiendo chicharrines, los churritos y demás, ahora envasados “higiénicamente” en bolsas herméticamente cerradas, en una presentación vistosa, colgadas de un expendedor: no las toca la mano humana, no les ha tocado el polvo callejero, la contaminación viene por dentro.

Antes comíamos frituras caseras, a lo más, con aceite pasado de uso, pero sin tanto perjuicio al organismo como hoy sucede.

En fin. Hay de frituras a frituras.

  • elrincondezalacain@gmail.com

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Obligado a pasar frente a la salida de una de las escuelas con más alumnos de la ciudad trajo, en consecuencia, al aventurero a pararse también en la fila de un puesto de “frituras”, esas comidillas ocasionales antojadizas a toda hora. Con ello, entró en una etapa intentando recordar sus años de colegial cuando estaba prácticamente prohibido comer en puestos callejeros al salir de clases.

No eran razones higiénicas las causas de la prohibición, más bien el consumo de frituras de harina en aceite en sus diversas presentaciones estaba considerada un obstáculo para después comer bien en la casa. La tía abuela decía “no es bueno comer entre comidas”.

Llenar el estómago con un tentempié callejero era lo más común de la infancia en tiempos de la primaria y la secundaria. Los puestos de verduras, frutas y frituras eran coloquiales: en aquellas épocas no había tanta comida chatarra en recipientes y marcas de colores atractivos.

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Incluso en las tienditas de la esquina aparecían los cartones con bolsitas llenas de pastillas en forma de municiones o estrellitas perfumadas de menta, cacahuates garapiñados o caramelos de anís.

Zalacaín observó la moda hoy día: a los tradicionales “churritos” les han sucedido otras hechas también de harina frita, chicharrines bofos y algunas formas redondas como flor llamadas “botana”, metidas todas en bolsas de plástico, condimentadas al gusto del estudiante con salsa “casera” o “botanera”, limón recién exprimido de un aparato metálico carcomido ya por el ácido, sal y, a veces, el agregado de chile en polvo. Eso sí, también “casero”. Toda una bomba para el estómago, según los médicos, todo un manjar ante una boca sedienta y ganas de calmar el hambre.

En aquella escuela Zalacaín no encontró los churritos; hubo, en cambio, papas, chicharrines, cacahuates y otras modalidades.

Continuó su camino y apareció en otra banqueta al rayo del sol un vendedor en un carrito donde se colocaban las bolsitas de comida hoy llamada “chatarra”, pero muy distante de ser tan nociva como la industrializada. Con la mano temblorosa por la edad y la enfermedad, el vendedor tomó una de las 6 bolsas en la estantería, le puso salsa casera, le sumó el limón, sacó una servilleta de papel y la entregó al aventurero, quien sin pena alguna continuó su camino degustando uno a uno los churritos. Los primeros, los más crujientes, tronaban en la boca al recibir la presión de los dientes; el limón y la salsa hacían salivar y animar a comer uno detrás de otro.

Foto: Jesús Manuel Hernández 

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En la medida de aumentar el consumo, surgió la sed y en la medida de seguir caminando, el limón y la salsa hicieron lo propio y acabaron por ablandar el resto de los churritos, la añoranza lo llevó a otra época. Lo más sabroso era el principio y el final de esa golosina: los crujientes, primero, y los deshechos, al último.

Al paso de los años las frituras de harina, quizá heredadas de la influencia de la cultura oriental, fueron un proceso de manutención de las familias, pues se producían en casa, no se agregaban conservadores ni saborizantes, menos colorantes, era, por decirlo así, una forma sana de mal comer un tentempié mientras se llegaba a comer como Dios mandaba.

Junto a los chicharrines existía también la práctica del “volado”, jugarse la cuenta, pedir fiado, dejar el compás o la pluma o las libretas de tareas para garantizar el pago. Total, el deudor estaba todos los días ahí, lo importante era, para uno, vender y, para el otro, comerse algo camino a su casa.

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Pero las industrias mal llamadas alimenticias de México encontraron la veta para meterse a la producción masiva de los alimentos, ahora sí, llamados “chatarra”, donde lo menos malo es la harina y el aceite. Lo grave es el glutamato monosódico, un agente neurotóxico; la tartrazina, colorante derivado del petróleo; el amarillo ocaso o el rojo allura, agentes de la hiperactividad o el déficit de atención, según los estudios químicos.

Los estudiantes siguen consumiendo chicharrines, los churritos y demás, ahora envasados “higiénicamente” en bolsas herméticamente cerradas, en una presentación vistosa, colgadas de un expendedor: no las toca la mano humana, no les ha tocado el polvo callejero, la contaminación viene por dentro.

Antes comíamos frituras caseras, a lo más, con aceite pasado de uso, pero sin tanto perjuicio al organismo como hoy sucede.

En fin. Hay de frituras a frituras.

  • elrincondezalacain@gmail.com

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