/ martes 15 de octubre de 2019

Buenas intenciones

Entre los muchos programas federales todavía no muy visibles, destaca el denominado Sembrando Vida, cuyo objetivo es llevar bienestar social a localidades rurales, mismas que pese a ser las más ricas en biodiversidad, son también donde se registran los mayores índices de rezago y pobreza.

Esa contradicción ha ocurrido ancestralmente a falta de programas institucionales tendientes a aumentar el nivel de bienestar de los hogares rurales y que permitan satisfacer sus necesidades básicas de alimentación, a través de la autoproducción de alimentos, la comercialización de excedentes y la generación de empleo.

El Programa Sembrando Vida está incentivando ahora a comunidades agrarias para establecer sistemas productivos agroforestales, que combinen la producción de los cultivos tradicionales en conjunto con árboles frutícolas y maderables, y el sistema de milpa intercalada entre árboles frutales, con lo que se pretende contribuir a generar empleos, lograr autosuficiencia alimentaria y mejorar los ingresos de los pobladores.

Mediante ese mecanismo actualmente se tiene cobertura en 19 entidades federativas, incluyendo a Puebla, con apoyos económicos a campesinos de hasta 5 mil pesos mensuales. A la fecha en el país han sido ya intervenidas 575 mil hectáreas con la participación de casi 4 mil ejidos, lo que ha generado, según la versión oficial, 230 mil empleos permanentes.

A decir del presidente Andrés Manuel López Obrador, este plan agroforestal “es el mejor en el mundo en cuanto al apoyo al campo, y el de creación de empleo más grande del país”.

Tal opinión presidencial pudiera ser presuntuosa, imposible saber ahora si tiene esa gran dimensión y en todo caso habrá que esperar a que sus líneas de acción se consoliden para ponderarlo, pero más allá de su alcance, hay una vertiente del programa que en verdad llama mucho la atención.

Tal modalidad tiene que ver con la pretensión de aplicar dicho programa en territorios considerados de “alto riesgo”, aquellos donde históricamente domina el narcotráfico. Y eso es mucho decir.

Se trata, en sentido estricto, de llevar bienestar social a zonas en las que amplios grupos poblaciones se han dedicado por varias generaciones a la siembra especialmente de marihuana y amapola, obviamente al margen de la ley, para que mediante pagos de jornales, los sembradíos de enervantes puedan ser sustituidos por árboles frutales y maderables, así como por otros productos agrícolas.

El propósito no es menor y se encuadra en una visión que inexplicablemente siempre ha sido desdeñada por la autoridad en su combate contra la siembra de enervantes, y que en esencia significa privilegiar las causas del fenómeno y no sus consecuencias.

Eso implica entender que miles de campesinos siembran enervantes porque no tienen otra alternativa y quienes verdaderamente lucran son las bandas dedicadas al procesamiento, trasiego y venta de la droga.

En otras palabras: dejar a un lado la preponderancia punitiva, el combate frontal en la erradicación de plantíos ilegales, el frecuente encarcelamiento de campesinos sin reconocer que son víctimas y, en contraparte, atender las causas sociales y ofrecer alternativas de sustento y desarrollo.

Todo suena muy bien, pero de hacerlo como se ha anunciado, habría que esperar entonces cuál será la reacción de los poderosos grupos delincuenciales, porque es iluso pensar que se quedarán con los brazos cruzados y dejarán ir un negocio que les produce millones de dólares.

¿No es ingenuo creer que de un día a otro los campesinos de Chihuahua, Sonora, Sinaloa, Durango, Oaxaca y Michoacán, por citar a los más significativos, sembrarán frijol, maíz y árboles frutales, en lugar de marihuana y amapola, y que los narcos, que por ahora se sienten casi impunes, no hagan nada?

Excelente la intención, pero la verdad es que la sustenta tal desmesura, que pareciera que hay un desconocimiento en todas sus facetas del complejo fenómeno social del narcotráfico.

Entre los muchos programas federales todavía no muy visibles, destaca el denominado Sembrando Vida, cuyo objetivo es llevar bienestar social a localidades rurales, mismas que pese a ser las más ricas en biodiversidad, son también donde se registran los mayores índices de rezago y pobreza.

Esa contradicción ha ocurrido ancestralmente a falta de programas institucionales tendientes a aumentar el nivel de bienestar de los hogares rurales y que permitan satisfacer sus necesidades básicas de alimentación, a través de la autoproducción de alimentos, la comercialización de excedentes y la generación de empleo.

El Programa Sembrando Vida está incentivando ahora a comunidades agrarias para establecer sistemas productivos agroforestales, que combinen la producción de los cultivos tradicionales en conjunto con árboles frutícolas y maderables, y el sistema de milpa intercalada entre árboles frutales, con lo que se pretende contribuir a generar empleos, lograr autosuficiencia alimentaria y mejorar los ingresos de los pobladores.

Mediante ese mecanismo actualmente se tiene cobertura en 19 entidades federativas, incluyendo a Puebla, con apoyos económicos a campesinos de hasta 5 mil pesos mensuales. A la fecha en el país han sido ya intervenidas 575 mil hectáreas con la participación de casi 4 mil ejidos, lo que ha generado, según la versión oficial, 230 mil empleos permanentes.

A decir del presidente Andrés Manuel López Obrador, este plan agroforestal “es el mejor en el mundo en cuanto al apoyo al campo, y el de creación de empleo más grande del país”.

Tal opinión presidencial pudiera ser presuntuosa, imposible saber ahora si tiene esa gran dimensión y en todo caso habrá que esperar a que sus líneas de acción se consoliden para ponderarlo, pero más allá de su alcance, hay una vertiente del programa que en verdad llama mucho la atención.

Tal modalidad tiene que ver con la pretensión de aplicar dicho programa en territorios considerados de “alto riesgo”, aquellos donde históricamente domina el narcotráfico. Y eso es mucho decir.

Se trata, en sentido estricto, de llevar bienestar social a zonas en las que amplios grupos poblaciones se han dedicado por varias generaciones a la siembra especialmente de marihuana y amapola, obviamente al margen de la ley, para que mediante pagos de jornales, los sembradíos de enervantes puedan ser sustituidos por árboles frutales y maderables, así como por otros productos agrícolas.

El propósito no es menor y se encuadra en una visión que inexplicablemente siempre ha sido desdeñada por la autoridad en su combate contra la siembra de enervantes, y que en esencia significa privilegiar las causas del fenómeno y no sus consecuencias.

Eso implica entender que miles de campesinos siembran enervantes porque no tienen otra alternativa y quienes verdaderamente lucran son las bandas dedicadas al procesamiento, trasiego y venta de la droga.

En otras palabras: dejar a un lado la preponderancia punitiva, el combate frontal en la erradicación de plantíos ilegales, el frecuente encarcelamiento de campesinos sin reconocer que son víctimas y, en contraparte, atender las causas sociales y ofrecer alternativas de sustento y desarrollo.

Todo suena muy bien, pero de hacerlo como se ha anunciado, habría que esperar entonces cuál será la reacción de los poderosos grupos delincuenciales, porque es iluso pensar que se quedarán con los brazos cruzados y dejarán ir un negocio que les produce millones de dólares.

¿No es ingenuo creer que de un día a otro los campesinos de Chihuahua, Sonora, Sinaloa, Durango, Oaxaca y Michoacán, por citar a los más significativos, sembrarán frijol, maíz y árboles frutales, en lugar de marihuana y amapola, y que los narcos, que por ahora se sienten casi impunes, no hagan nada?

Excelente la intención, pero la verdad es que la sustenta tal desmesura, que pareciera que hay un desconocimiento en todas sus facetas del complejo fenómeno social del narcotráfico.