/ martes 29 de mayo de 2018

Debates

El tema de los debates electorales se ha revalorado durante los días recientes entre los actores políticos, incluso para quienes hasta hace poco los despreciaban.

Hay razones para ello.

Si bien está probado que un encuentro público entre aspirantes a un cargo no define una elección, lo cierto es que puede influir en función de varios factores.

Uno de ellos, coinciden algunos, es el formato.

Durante años hemos sido testigos de debates que en estricto rigor no lo fueron, debido, principalmente, a su acartonamiento y escasa flexibilidad.

Con esas restricciones los candidatos apenas tenían tiempo para abordar los temas previstos de manera general y más bien usaban sus oportunidades para atacar a los demás.

A partir de esta elección la autoridad electoral decidió innovar con cambios de forma y de fondo. Lo que se buscó en esencia es que hubiera más espacio para escuchar ideas propositivas y planteamientos concretos.

El primer debate entre los candidatos a la presidencia de la República fue exitoso porque las reglas cambiaron radicalmente al permitir que los moderadores pudieran hacer cuestionamientos de manera improvisada y que los mismos candidatos tuvieran oportunidad de réplicas, e incluso de inquirir a sus rivales.

Aun así, escasearon las propuestas

El segundo debate no cumplió la expectativa, si bien permitió la novedad de que los ciudadanos pudieran hacer preguntas de manera directa. Lo cierto es que la intervención del público dejó mucho que desear y, además, los moderadores pecaron esta vez de un excesivo protagonismo.

Pese a todo ello, puede decirse que el saldo hasta ahora es favorable en cuanto a las formas, pero todo eso pudiera resultar muy en vano si, en apego a sus respectivas estrategias, los candidatos se mantienen en la línea de eludir el verdadero sentido del debate.

De nada sirve el mejor modelo imaginable si los protagonistas no dan prioridad a la exposición clara de propuestas concretas y cómo es que piensan afrontar los grandes retos que les aguardan.

El ciudadano quiere escuchar soluciones, respuestas a sus demandas.

Se entiende que el candidato que marcha de puntero en la contienda no quiera exponerse, por lo que a toda costa evitará cualquier indicio de riesgo y se abstendrá de caer en las provocaciones de los demás. Ha sido el caso de Andrés Manuel López Obrador.

También se comprende que los demás recurrirán al golpeteo y a la descalificación, aun con ofensas y argumentos falsos, con el objetivo de descalificar al líder de la contienda. Sería el caso de Ricardo Anaya y José Antonio Meade y hasta, por qué no, del “Bronco”, aun con sus desorbitadas iniciativas.

¿Qué se concluye con todo esto?

Que de nada servirá el esfuerzo de la autoridad electoral, ya sea la federal o la de los estados, por construir un debate con modalidades que sean atractivas para candidatos y ciudadanos si los expositores no están dispuestos a usar esos espacios para presentar propuestas serias, inteligentes, concretas y viables.

En la mesa todos reclaman que se impulse el mayor número de encuentros públicos.

Nadie se opone si en verdad van a debatir, a intercambiar propuestas, a exponer ideas que sean contrastantes para ilustrar y orientar a los electores, a favor de un voto más informado y razonado.

Bajo esa premisa, el formato podría ser lo de menos.

¿O no?

El tema de los debates electorales se ha revalorado durante los días recientes entre los actores políticos, incluso para quienes hasta hace poco los despreciaban.

Hay razones para ello.

Si bien está probado que un encuentro público entre aspirantes a un cargo no define una elección, lo cierto es que puede influir en función de varios factores.

Uno de ellos, coinciden algunos, es el formato.

Durante años hemos sido testigos de debates que en estricto rigor no lo fueron, debido, principalmente, a su acartonamiento y escasa flexibilidad.

Con esas restricciones los candidatos apenas tenían tiempo para abordar los temas previstos de manera general y más bien usaban sus oportunidades para atacar a los demás.

A partir de esta elección la autoridad electoral decidió innovar con cambios de forma y de fondo. Lo que se buscó en esencia es que hubiera más espacio para escuchar ideas propositivas y planteamientos concretos.

El primer debate entre los candidatos a la presidencia de la República fue exitoso porque las reglas cambiaron radicalmente al permitir que los moderadores pudieran hacer cuestionamientos de manera improvisada y que los mismos candidatos tuvieran oportunidad de réplicas, e incluso de inquirir a sus rivales.

Aun así, escasearon las propuestas

El segundo debate no cumplió la expectativa, si bien permitió la novedad de que los ciudadanos pudieran hacer preguntas de manera directa. Lo cierto es que la intervención del público dejó mucho que desear y, además, los moderadores pecaron esta vez de un excesivo protagonismo.

Pese a todo ello, puede decirse que el saldo hasta ahora es favorable en cuanto a las formas, pero todo eso pudiera resultar muy en vano si, en apego a sus respectivas estrategias, los candidatos se mantienen en la línea de eludir el verdadero sentido del debate.

De nada sirve el mejor modelo imaginable si los protagonistas no dan prioridad a la exposición clara de propuestas concretas y cómo es que piensan afrontar los grandes retos que les aguardan.

El ciudadano quiere escuchar soluciones, respuestas a sus demandas.

Se entiende que el candidato que marcha de puntero en la contienda no quiera exponerse, por lo que a toda costa evitará cualquier indicio de riesgo y se abstendrá de caer en las provocaciones de los demás. Ha sido el caso de Andrés Manuel López Obrador.

También se comprende que los demás recurrirán al golpeteo y a la descalificación, aun con ofensas y argumentos falsos, con el objetivo de descalificar al líder de la contienda. Sería el caso de Ricardo Anaya y José Antonio Meade y hasta, por qué no, del “Bronco”, aun con sus desorbitadas iniciativas.

¿Qué se concluye con todo esto?

Que de nada servirá el esfuerzo de la autoridad electoral, ya sea la federal o la de los estados, por construir un debate con modalidades que sean atractivas para candidatos y ciudadanos si los expositores no están dispuestos a usar esos espacios para presentar propuestas serias, inteligentes, concretas y viables.

En la mesa todos reclaman que se impulse el mayor número de encuentros públicos.

Nadie se opone si en verdad van a debatir, a intercambiar propuestas, a exponer ideas que sean contrastantes para ilustrar y orientar a los electores, a favor de un voto más informado y razonado.

Bajo esa premisa, el formato podría ser lo de menos.

¿O no?