/ domingo 22 de diciembre de 2019

Regalo

La vida diaria pone a prueba nuestro optimismo. Hoy que vivimos el cuarto domingo de adviento, que respiramos el tiempo sagrado de los días preliminares a la Navidad, quiero intervenir, trastornar, dislocar, purificar estas páginas editoriales dedicadas la vida política, con la irrupción de la belleza de dos poetas mayores. Da la espalda a la grotesca comedia de la polis, y entra con paso firme en los mundos de ‘la inminencia’, de la revelación, de la renovación ‘Plena de Gracia’ de la esperanza. Entra en el castillo interior de tu ignota vida interior.

“ELOGIO A FUENSANTA”, de Ramón López Velarde:

“Tú no eres en mi huerto la pagana rosa de los ardores juveniles; te quise como a una dulce hermana y gozoso dejé mis quince abriles cual un ramo de flores de pureza entre tus manos blancas y gentiles.

Humilde te ha rezado mi tristeza, como en los pobres templos parroquiales el campesino ante la Virgen reza.

Antífona es tu voz, y en los corales de tu mística boca he descubierto el sabor de los besos maternales.

Tus ojos tristes, de mirar incierto, recuérdanme dos lámparas prendidas en la penumbra de un altar desierto.

Las palmas de tus manos son ungidas por mí, que, provocando tus asombros, las beso en las ingratas despedidas.

Soy débil, y al marchar por entre escombros me dirige la fuerza de tu planta y reclino las sienes en tus hombros.

Nardo es tu cuerpo y tu virtud es tanta que en tus brazos beatíficos me duermo como sobre los senos de una Santa.

¡Quién me otorgara en mi retiro yermo tener, Fuensanta, la condescendencia de tus bondades a mi amor enfermo como plenaria y última indulgencia!”

“LOS AMOROSOS”, de Jaime Sabines:

Los amorosos callan. El amor es el silencio más fino, el más tembloroso, el más insoportable.

Los amorosos buscan, los amorosos son los que abandonan, son los que cambian, los que olvidan. Su corazón les dice que nunca han de encontrar, no encuentran, buscan.

Los amorosos andan como locos porque están solos, solos, solos, entregándose, dándose a cada rato, llorando porque no salvan al amor. Les preocupa el amor.

Los amorosos viven al día, no pueden hacer más, no saben. Siempre se están yendo, siempre, hacia alguna parte. Esperan, no esperan nada, pero esperan. Saben que nunca han de encontrar. El amor es la prórroga perpetua, siempre el paso siguiente, el otro, el otro.

Los amorosos son los insaciables, los que siempre -¡qué bueno!- han de estar solos.

Los amorosos son la hidra del cuento. Tienen serpientes en lugar de brazos. Las venas del cuello se les hinchan también como serpientes para asfixiarlos.

Los amorosos no pueden dormir porque si se duermen se los comen los gusanos. En la oscuridad abren los ojos y les cae en ellos el espanto. Encuentran alacranes bajo la sábana y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos, sin Dios y sin diablo.

Los amorosos salen de sus cuevas: temblorosos, hambrientos, a cazar fantasmas. Se ríen de las gentes que lo saben todo, de las que aman a perpetuidad, verídicamente, de las que creen en el amor como una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua, a tatuar el humo, a no irse. Juegan el largo, el triste juego del amor. Nadie ha de resignarse. Dicen que nadie ha de resignarse.

Los amorosos se avergüenzan de toda conformación. Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla, la muerte les fermenta detrás de los ojos, y ellos caminan, lloran hasta la madrugada en que trenes y gallos se despiden dolorosamente. Les llega a veces un olor a tierra recién nacida, a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas, a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los amorosos se ponen a cantar entre labios una canción no aprendida, y se van llorando, llorando, la hermosa vida.

El maligno reparto de los profesionales del ‘servicio público’; la bufa zarzuela, la ínfima escoria, que mina los cimientos de la república nada podrá, no obstante, contra el áureo resplandor de la belleza: “Toda la naturaleza no es sino arte desconocido para ti, todo azar tiene un sentido que no puedes ver; toda discordia, armonía incomprendida; todo mal parcial esconde un bien universal; y, a pesar del orgullo, y a pesar de la errada razón, una sola verdad es clara: todo lo que es está bien.”

La vida diaria pone a prueba nuestro optimismo. Hoy que vivimos el cuarto domingo de adviento, que respiramos el tiempo sagrado de los días preliminares a la Navidad, quiero intervenir, trastornar, dislocar, purificar estas páginas editoriales dedicadas la vida política, con la irrupción de la belleza de dos poetas mayores. Da la espalda a la grotesca comedia de la polis, y entra con paso firme en los mundos de ‘la inminencia’, de la revelación, de la renovación ‘Plena de Gracia’ de la esperanza. Entra en el castillo interior de tu ignota vida interior.

“ELOGIO A FUENSANTA”, de Ramón López Velarde:

“Tú no eres en mi huerto la pagana rosa de los ardores juveniles; te quise como a una dulce hermana y gozoso dejé mis quince abriles cual un ramo de flores de pureza entre tus manos blancas y gentiles.

Humilde te ha rezado mi tristeza, como en los pobres templos parroquiales el campesino ante la Virgen reza.

Antífona es tu voz, y en los corales de tu mística boca he descubierto el sabor de los besos maternales.

Tus ojos tristes, de mirar incierto, recuérdanme dos lámparas prendidas en la penumbra de un altar desierto.

Las palmas de tus manos son ungidas por mí, que, provocando tus asombros, las beso en las ingratas despedidas.

Soy débil, y al marchar por entre escombros me dirige la fuerza de tu planta y reclino las sienes en tus hombros.

Nardo es tu cuerpo y tu virtud es tanta que en tus brazos beatíficos me duermo como sobre los senos de una Santa.

¡Quién me otorgara en mi retiro yermo tener, Fuensanta, la condescendencia de tus bondades a mi amor enfermo como plenaria y última indulgencia!”

“LOS AMOROSOS”, de Jaime Sabines:

Los amorosos callan. El amor es el silencio más fino, el más tembloroso, el más insoportable.

Los amorosos buscan, los amorosos son los que abandonan, son los que cambian, los que olvidan. Su corazón les dice que nunca han de encontrar, no encuentran, buscan.

Los amorosos andan como locos porque están solos, solos, solos, entregándose, dándose a cada rato, llorando porque no salvan al amor. Les preocupa el amor.

Los amorosos viven al día, no pueden hacer más, no saben. Siempre se están yendo, siempre, hacia alguna parte. Esperan, no esperan nada, pero esperan. Saben que nunca han de encontrar. El amor es la prórroga perpetua, siempre el paso siguiente, el otro, el otro.

Los amorosos son los insaciables, los que siempre -¡qué bueno!- han de estar solos.

Los amorosos son la hidra del cuento. Tienen serpientes en lugar de brazos. Las venas del cuello se les hinchan también como serpientes para asfixiarlos.

Los amorosos no pueden dormir porque si se duermen se los comen los gusanos. En la oscuridad abren los ojos y les cae en ellos el espanto. Encuentran alacranes bajo la sábana y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos, sin Dios y sin diablo.

Los amorosos salen de sus cuevas: temblorosos, hambrientos, a cazar fantasmas. Se ríen de las gentes que lo saben todo, de las que aman a perpetuidad, verídicamente, de las que creen en el amor como una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua, a tatuar el humo, a no irse. Juegan el largo, el triste juego del amor. Nadie ha de resignarse. Dicen que nadie ha de resignarse.

Los amorosos se avergüenzan de toda conformación. Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla, la muerte les fermenta detrás de los ojos, y ellos caminan, lloran hasta la madrugada en que trenes y gallos se despiden dolorosamente. Les llega a veces un olor a tierra recién nacida, a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas, a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los amorosos se ponen a cantar entre labios una canción no aprendida, y se van llorando, llorando, la hermosa vida.

El maligno reparto de los profesionales del ‘servicio público’; la bufa zarzuela, la ínfima escoria, que mina los cimientos de la república nada podrá, no obstante, contra el áureo resplandor de la belleza: “Toda la naturaleza no es sino arte desconocido para ti, todo azar tiene un sentido que no puedes ver; toda discordia, armonía incomprendida; todo mal parcial esconde un bien universal; y, a pesar del orgullo, y a pesar de la errada razón, una sola verdad es clara: todo lo que es está bien.”