/ domingo 19 de abril de 2020

Hasta pronto, Garcilazo

Roberto Martínez Garcilazo, mi padre, cumple tres semanas de muerto. Se fue rápido y sin darnos tiempo para nada. Pasó sus últimas dos semanas en terapia intensiva y después desapareció. En esos quince días nunca dejamos de conversar, él mantuvo la lucidez que lo caracterizó desde su niñez y nosotros, sus dos hijos y su esposa, la esperanza de que recuperaría su salud y regresaría a casa para continuar pasando otros soles y otras lunas más como hasta antes de que enfermara lo había hecho. No fue así, Roberto murió.

El viernes 13 de marzo, el día del Señor de las Maravillas, encontré a mi padre en el suelo de su habitación. Sudaba y se quejaba por un dolor intenso en el abdomen, imitando en más de una ocasión la misma postura suplicante del dios encarnado que agoniza en su camino hacia el Gólgota. Roberto se arrastraba y caía y se volvía a levantar, era como si el Cristo muriente que todavía hoy cuelga arriba de su cama hubiera descendido para recrear su martirio ahí, frente a nuestros ojos, como una prueba de nuestra fe.

Desde ese día y hasta el viernes 27 mi querido padre permaneció hospitalizado. Fueron días extenuantes y crudos al inicio, pero liberadores, al final; un paro respiratorio en la cama cinco de terapia intensiva ocurrió cuando la Muerte posó su mano en el pecho de Roberto. Los médicos intentaron reanimarlo, pero afortunadamente fracasaron, pues de haberlo traído de vuelta a este mundo bello y terrible el daño neuronal habría sido irreparable. Mi padre nunca nos habría perdonado tenerlo en condiciones vegetativas y nosotros tampoco habríamos podido sanar nuestro error.

Desde que mi consciencia adquirió la luz de la razón, yo vi a mi padre como eso, mi padre, pero a medida que fui creciendo descubrí los dones con los que él había sido premiado y por los que fue tan querido por innumerables personas. Roberto fue más literatura que hombre, no hubo día en que yo no lo encontrara leyendo y escribiendo en la infinita biblioteca que nos dejó. Ahora que él no está no nos queda más que clasificar los miles de volúmenes que desordenados nos hablan desde todos los rincones de la casa. Mi padre fue un lector brillantísimo, pero también un poeta sumamente oscuro. Pocos poemas luminosos son los que tiene, quizás únicamente aquellos que están dedicados a mi madre y a quien amó hasta el último de sus días. Si algo aprendí de mi padre es que se deben de amar intensamente sólo dos dimensiones de la vida: la de la mujer que sin saber cómo se convierte en tu amante, compañera, maestra y amiga; y la del conocimiento.

Mi padre fundó, junto con un par de amigos, las revistas Ítaca y Federratas; estuvo en el comité fundacional del diario Síntesis; publicó antologías de narrativa y alrededor de cinco libros de poesía que hoy son su más fiel retrato. Tuvo programas de radio en RadioBUAP y Sicom en los que entrevistó a creadores poblanos en su mayoría. Durante su juventud militó en el partido trotskista al mismo tiempo que estudiaba música, filosofía y psicología en los pasillos del Carolino, sin embargo, fue la literatura la disciplina en la que más rigor depositó. Poco antes de que yo ingresara a la universidad mi padre fue designado director de la Casa del Escritor, primero, y director de Literatura, Ediciones y Bibliotecas del estado de Puebla, después.

Abandonada la vida política, Roberto se entregó a sus publicaciones dominicales en El Sol de Puebla y a la docencia en la BUAP y en la IBERO. Él enseñaba al mismo tiempo que se formaba. Perteneció a la primera generación del Doctorado en Literatura Hispanoamericana de la FFyL de la BUAP y se doctoró, con muchos esfuerzos debido a su indisciplina académica, con una tesis magistral del poeta poblano Manuel María Flores, quien nació en ciudad Serdán, como mi padre, y con el que aparentemente nos une un antepasado que se ha perdido en la memoria cronológica.

No hubo día que Roberto y yo pasáramos sin hablar de literatura, filosofía, política y religión. Sin lugar a dudas él es hasta hoy mi más grande maestro, pues no sólo tuvo respuestas para todas las preguntas, sino que también poseyó el amor para iniciarme en la misma vía del autoconocimiento que la de él: las letras. Mi madre me enseñó a leer y mi padre a amar la lectura. Evidentemente extrañaré nuestros diarios desayunos irreverentes en los que apasionadamente discutíamos de estéticas, de escuelas, de corrientes, de hallazgos, y de milagros cotidianos y gratuitos que la gente es incapaz de observar por vivir hacia el exterior. Extrañaré su presencia física y su inteligencia auxiliadora.

Los días fueron pasando y mi padre cumplió en febrero sesenta años, no quiso fiesta y aunque ese día lo vi contento los siguientes los pasó malhumorado. Me acerqué a él a principios de marzo y le pregunté la causa de su enojo constante, su respuesta fue inesperada, como su muerte, me dijo que no quería ser viejo y que más que temerle a la muerte tenía miedo de olvidar, de perder su inteligencia, de quedar reducido a un cuerpo enfermo incapaz de valerse por cuenta propia. Su respuesta, lo pienso hoy a una semana de su muerte, fue un suicidio anunciado, un suicidio intelectual como el de Diógenes que dejó de respirar por voluntad propia. Mi padre no quiso llegar a viejo y así, de una semana a otra, murió fuerte, lúcido y entero por una pancreatitis necrosante. Hasta antes de eso él nunca había enfermado de nada.

Innumerables e innecesarias son por ahora las anécdotas que existen de Roberto, sin embargo, hay una con la que por ahora me gustaría terminar estas líneas. Todos los días cuando yo salía del jardín de niños mi madre y yo íbamos a ver a mi padre a su trabajo. Él tenía menos de treinta años de edad y era catalogador en el archivo de la Biblioteca José María Lafragua, en el Carolino. Las tardes que mi padre y yo pasábamos entre volúmenes viejos y libreros altos, laberínticos y oscuros cuyo aroma todavía me pica en la nariz son inolvidables por su belleza. Ahí estábamos los dos, entre claroscuros, escuchando las voces de papel de otros tantos intelectuales que han marchado, pero que entre páginas todavía hoy hablan con quienes se acercan a escucharlos. Esas tardes entre libreros ya no están y a cambio tengo hoy días y noches de soledad en la extensa e infinita biblioteca que mi padre dejó, y en la que lo busco leyendo las notas que dejó ocultas en los libros que ansiosamente leyó buscando una respuesta al más grande misterio con el que todos nos enfrentamos: la vida.

Te amo, padre, entre tus libros busco tu voz. Y no me despido, pues todavía ardes en los corazones de quienes te amamos y en quienes has dejado tu más grande enseñanza, aquella que reverbera en los versos de Quevedo y que me atrevo, sólo por hoy, a trastocar de la siguiente manera: tu cuerpo dejarás, no tu cuidado; serás ceniza, más tendrás sentido; polvo serás, mas polvo enamorado.

Hasta pronto, Garcilazo.


Miguel Martínez Barradas / El mundo iluminado

miguelmartinezbarradas@gmail.com

Roberto Martínez Garcilazo, mi padre, cumple tres semanas de muerto. Se fue rápido y sin darnos tiempo para nada. Pasó sus últimas dos semanas en terapia intensiva y después desapareció. En esos quince días nunca dejamos de conversar, él mantuvo la lucidez que lo caracterizó desde su niñez y nosotros, sus dos hijos y su esposa, la esperanza de que recuperaría su salud y regresaría a casa para continuar pasando otros soles y otras lunas más como hasta antes de que enfermara lo había hecho. No fue así, Roberto murió.

El viernes 13 de marzo, el día del Señor de las Maravillas, encontré a mi padre en el suelo de su habitación. Sudaba y se quejaba por un dolor intenso en el abdomen, imitando en más de una ocasión la misma postura suplicante del dios encarnado que agoniza en su camino hacia el Gólgota. Roberto se arrastraba y caía y se volvía a levantar, era como si el Cristo muriente que todavía hoy cuelga arriba de su cama hubiera descendido para recrear su martirio ahí, frente a nuestros ojos, como una prueba de nuestra fe.

Desde ese día y hasta el viernes 27 mi querido padre permaneció hospitalizado. Fueron días extenuantes y crudos al inicio, pero liberadores, al final; un paro respiratorio en la cama cinco de terapia intensiva ocurrió cuando la Muerte posó su mano en el pecho de Roberto. Los médicos intentaron reanimarlo, pero afortunadamente fracasaron, pues de haberlo traído de vuelta a este mundo bello y terrible el daño neuronal habría sido irreparable. Mi padre nunca nos habría perdonado tenerlo en condiciones vegetativas y nosotros tampoco habríamos podido sanar nuestro error.

Desde que mi consciencia adquirió la luz de la razón, yo vi a mi padre como eso, mi padre, pero a medida que fui creciendo descubrí los dones con los que él había sido premiado y por los que fue tan querido por innumerables personas. Roberto fue más literatura que hombre, no hubo día en que yo no lo encontrara leyendo y escribiendo en la infinita biblioteca que nos dejó. Ahora que él no está no nos queda más que clasificar los miles de volúmenes que desordenados nos hablan desde todos los rincones de la casa. Mi padre fue un lector brillantísimo, pero también un poeta sumamente oscuro. Pocos poemas luminosos son los que tiene, quizás únicamente aquellos que están dedicados a mi madre y a quien amó hasta el último de sus días. Si algo aprendí de mi padre es que se deben de amar intensamente sólo dos dimensiones de la vida: la de la mujer que sin saber cómo se convierte en tu amante, compañera, maestra y amiga; y la del conocimiento.

Mi padre fundó, junto con un par de amigos, las revistas Ítaca y Federratas; estuvo en el comité fundacional del diario Síntesis; publicó antologías de narrativa y alrededor de cinco libros de poesía que hoy son su más fiel retrato. Tuvo programas de radio en RadioBUAP y Sicom en los que entrevistó a creadores poblanos en su mayoría. Durante su juventud militó en el partido trotskista al mismo tiempo que estudiaba música, filosofía y psicología en los pasillos del Carolino, sin embargo, fue la literatura la disciplina en la que más rigor depositó. Poco antes de que yo ingresara a la universidad mi padre fue designado director de la Casa del Escritor, primero, y director de Literatura, Ediciones y Bibliotecas del estado de Puebla, después.

Abandonada la vida política, Roberto se entregó a sus publicaciones dominicales en El Sol de Puebla y a la docencia en la BUAP y en la IBERO. Él enseñaba al mismo tiempo que se formaba. Perteneció a la primera generación del Doctorado en Literatura Hispanoamericana de la FFyL de la BUAP y se doctoró, con muchos esfuerzos debido a su indisciplina académica, con una tesis magistral del poeta poblano Manuel María Flores, quien nació en ciudad Serdán, como mi padre, y con el que aparentemente nos une un antepasado que se ha perdido en la memoria cronológica.

No hubo día que Roberto y yo pasáramos sin hablar de literatura, filosofía, política y religión. Sin lugar a dudas él es hasta hoy mi más grande maestro, pues no sólo tuvo respuestas para todas las preguntas, sino que también poseyó el amor para iniciarme en la misma vía del autoconocimiento que la de él: las letras. Mi madre me enseñó a leer y mi padre a amar la lectura. Evidentemente extrañaré nuestros diarios desayunos irreverentes en los que apasionadamente discutíamos de estéticas, de escuelas, de corrientes, de hallazgos, y de milagros cotidianos y gratuitos que la gente es incapaz de observar por vivir hacia el exterior. Extrañaré su presencia física y su inteligencia auxiliadora.

Los días fueron pasando y mi padre cumplió en febrero sesenta años, no quiso fiesta y aunque ese día lo vi contento los siguientes los pasó malhumorado. Me acerqué a él a principios de marzo y le pregunté la causa de su enojo constante, su respuesta fue inesperada, como su muerte, me dijo que no quería ser viejo y que más que temerle a la muerte tenía miedo de olvidar, de perder su inteligencia, de quedar reducido a un cuerpo enfermo incapaz de valerse por cuenta propia. Su respuesta, lo pienso hoy a una semana de su muerte, fue un suicidio anunciado, un suicidio intelectual como el de Diógenes que dejó de respirar por voluntad propia. Mi padre no quiso llegar a viejo y así, de una semana a otra, murió fuerte, lúcido y entero por una pancreatitis necrosante. Hasta antes de eso él nunca había enfermado de nada.

Innumerables e innecesarias son por ahora las anécdotas que existen de Roberto, sin embargo, hay una con la que por ahora me gustaría terminar estas líneas. Todos los días cuando yo salía del jardín de niños mi madre y yo íbamos a ver a mi padre a su trabajo. Él tenía menos de treinta años de edad y era catalogador en el archivo de la Biblioteca José María Lafragua, en el Carolino. Las tardes que mi padre y yo pasábamos entre volúmenes viejos y libreros altos, laberínticos y oscuros cuyo aroma todavía me pica en la nariz son inolvidables por su belleza. Ahí estábamos los dos, entre claroscuros, escuchando las voces de papel de otros tantos intelectuales que han marchado, pero que entre páginas todavía hoy hablan con quienes se acercan a escucharlos. Esas tardes entre libreros ya no están y a cambio tengo hoy días y noches de soledad en la extensa e infinita biblioteca que mi padre dejó, y en la que lo busco leyendo las notas que dejó ocultas en los libros que ansiosamente leyó buscando una respuesta al más grande misterio con el que todos nos enfrentamos: la vida.

Te amo, padre, entre tus libros busco tu voz. Y no me despido, pues todavía ardes en los corazones de quienes te amamos y en quienes has dejado tu más grande enseñanza, aquella que reverbera en los versos de Quevedo y que me atrevo, sólo por hoy, a trastocar de la siguiente manera: tu cuerpo dejarás, no tu cuidado; serás ceniza, más tendrás sentido; polvo serás, mas polvo enamorado.

Hasta pronto, Garcilazo.


Miguel Martínez Barradas / El mundo iluminado

miguelmartinezbarradas@gmail.com