/ domingo 24 de marzo de 2019

“Algo”

El optimismo es una ideología de los derrotados. O, tal vez sea mejor escribir, el optimismo es una superstición de los esclavos. Doy por hecho que el caso de Epicteto es único en la historia del pensamiento occidental y que, luego entonces, no existen esclavos ilustrados. Pues bien, pergeñaré unas líneas sobre un aspecto particular de esta muy popular superstición de esclavos, divagaré sobre el “culto a la salud y la denostación de la enfermedad”.

Se parte del encomio general de la salud corporal como un estado de vida deseable sin decir palabra alguna sobre la finalidad de esa vida saludable. La omisión se explica porque el hombre masa carece de finalidad individual (es obvio) y solamente tiene un valor instrumental para el Estado y para el Mercado: es un ente económico, es (efímera) fuerza de producción que funge como (voraz) consumidor y (manipulado) elector.

Desde esta perspectiva, la salud es condición sine qua non del trabajador. Las masas saludables crean las democracias salutíferas. Y los mercados ubérrimos y vigorosos, también.

En contraste, la enfermedad de la persona es condición indeseable para el Estado y el Mercado porque que singulariza al hombre y anima el discurso de su subjetividad. El hombre enfermo no cumple los calendarios ni los horarios de la Polis.

En lo anterior descansa la explicación del repudio institucional a la enfermedad, la vejez y la muerte; la tríada del tabú. Se rechazan los fenómenos que conspiran contra la productividad capitalista.

En “Metáforas de la enfermedad”, de Susan Sontag, leemos que:

“El ideal de la salud perfecta —escribía Novalis en 1799-1800—, sólo es interesante científicamente”; lo realmente interesante es la enfermedad, “que pertenece a la individualización”.

“Las especulaciones de los antiguos casi siempre hacían de la enfermedad un instrumento de la ira divina. Se enjuiciaba ora a una comunidad (la plaga que, en el Libro I de la Ilíada, inflige Apolo a los aqueos como castigo por haber raptado Agamenón a la hija de Crises; la plaga que, en Edipo, cae sobre Tebas a causa de la presencia corruptora del regio pecador), ora a un individuo (la hedionda herida del pie de Filoctetes). Las enfermedades sobre las que se concentran los mitos modernos —la tuberculosis, el cáncer— se presentan como formas de traición a uno mismo.”

“Durante el siglo XIX, la idea de que la enfermedad concuerda con el carácter del paciente, como el castigo con el pecador, se modificó: se empezó a pensar que la enfermedad es una expresión del carácter, un resultado de la voluntad. «La voluntad se muestra como cuerpo organizado —escribe Schopenhauer—, y la presencia de la enfermedad significa que la voluntad misma está enferma». La remisión de una enfermedad depende de que la parte sana de la voluntad acuda con «poderes dictatoriales para subyugar a las fuerzas rebeldes» de la parte enferma de la voluntad. Una generación antes, un gran médico francés, Bichat, apelaba a una imagen parecida, llamando a la salud «el silencio de los órganos», y a la enfermedad «su rebelión». La enfermedad es la voluntad que habla por el cuerpo, un lenguaje que escenifica lo mental: una forma de expresión personal. Groddeck describió la enfermedad como «un símbolo, la representación de algo que sucede dentro, una obra escenificada por el Ello».

Esta última expresión, merece un comentario: “La enfermedad es un símbolo, la representación de algo que sucede dentro, es una obra escenificada por el Ello.” En contra de la creencia positivista de que el hombre es cognoscible, de que todas las enfermedades son curables y de que, otro orden, todos los problemas son solubles, surge invicta la oscura noción de enigma. La enfermedad es la manifestación, la señal, el síntoma de la existencia profunda de “algo” que contradice la hipótesis sonriente de que el hombre es un ser trasparente.

Kant, en su “Antropología” escribió: “Las pasiones son cánceres, a menudo incurables, para la razón pura objetiva. Las pasiones son humores desafortunados que preñan al hombre de horribles males.”

¿Hoy, como hace 26 siglos, funciona la profilaxis trágica de las pasiones?

El optimismo es una ideología de los derrotados. O, tal vez sea mejor escribir, el optimismo es una superstición de los esclavos. Doy por hecho que el caso de Epicteto es único en la historia del pensamiento occidental y que, luego entonces, no existen esclavos ilustrados. Pues bien, pergeñaré unas líneas sobre un aspecto particular de esta muy popular superstición de esclavos, divagaré sobre el “culto a la salud y la denostación de la enfermedad”.

Se parte del encomio general de la salud corporal como un estado de vida deseable sin decir palabra alguna sobre la finalidad de esa vida saludable. La omisión se explica porque el hombre masa carece de finalidad individual (es obvio) y solamente tiene un valor instrumental para el Estado y para el Mercado: es un ente económico, es (efímera) fuerza de producción que funge como (voraz) consumidor y (manipulado) elector.

Desde esta perspectiva, la salud es condición sine qua non del trabajador. Las masas saludables crean las democracias salutíferas. Y los mercados ubérrimos y vigorosos, también.

En contraste, la enfermedad de la persona es condición indeseable para el Estado y el Mercado porque que singulariza al hombre y anima el discurso de su subjetividad. El hombre enfermo no cumple los calendarios ni los horarios de la Polis.

En lo anterior descansa la explicación del repudio institucional a la enfermedad, la vejez y la muerte; la tríada del tabú. Se rechazan los fenómenos que conspiran contra la productividad capitalista.

En “Metáforas de la enfermedad”, de Susan Sontag, leemos que:

“El ideal de la salud perfecta —escribía Novalis en 1799-1800—, sólo es interesante científicamente”; lo realmente interesante es la enfermedad, “que pertenece a la individualización”.

“Las especulaciones de los antiguos casi siempre hacían de la enfermedad un instrumento de la ira divina. Se enjuiciaba ora a una comunidad (la plaga que, en el Libro I de la Ilíada, inflige Apolo a los aqueos como castigo por haber raptado Agamenón a la hija de Crises; la plaga que, en Edipo, cae sobre Tebas a causa de la presencia corruptora del regio pecador), ora a un individuo (la hedionda herida del pie de Filoctetes). Las enfermedades sobre las que se concentran los mitos modernos —la tuberculosis, el cáncer— se presentan como formas de traición a uno mismo.”

“Durante el siglo XIX, la idea de que la enfermedad concuerda con el carácter del paciente, como el castigo con el pecador, se modificó: se empezó a pensar que la enfermedad es una expresión del carácter, un resultado de la voluntad. «La voluntad se muestra como cuerpo organizado —escribe Schopenhauer—, y la presencia de la enfermedad significa que la voluntad misma está enferma». La remisión de una enfermedad depende de que la parte sana de la voluntad acuda con «poderes dictatoriales para subyugar a las fuerzas rebeldes» de la parte enferma de la voluntad. Una generación antes, un gran médico francés, Bichat, apelaba a una imagen parecida, llamando a la salud «el silencio de los órganos», y a la enfermedad «su rebelión». La enfermedad es la voluntad que habla por el cuerpo, un lenguaje que escenifica lo mental: una forma de expresión personal. Groddeck describió la enfermedad como «un símbolo, la representación de algo que sucede dentro, una obra escenificada por el Ello».

Esta última expresión, merece un comentario: “La enfermedad es un símbolo, la representación de algo que sucede dentro, es una obra escenificada por el Ello.” En contra de la creencia positivista de que el hombre es cognoscible, de que todas las enfermedades son curables y de que, otro orden, todos los problemas son solubles, surge invicta la oscura noción de enigma. La enfermedad es la manifestación, la señal, el síntoma de la existencia profunda de “algo” que contradice la hipótesis sonriente de que el hombre es un ser trasparente.

Kant, en su “Antropología” escribió: “Las pasiones son cánceres, a menudo incurables, para la razón pura objetiva. Las pasiones son humores desafortunados que preñan al hombre de horribles males.”

¿Hoy, como hace 26 siglos, funciona la profilaxis trágica de las pasiones?