/ domingo 15 de diciembre de 2019

El alma efímera

Es un atrevimiento escribir el titulo anterior. Atenta contra el fundamento de la tradición religiosa y filosófica de occidente: Platón y el Catolicismo. La escueta frase es demoledora porque si a la condición efímera del cuerpo humano, de la carne frágil y siempre mutante, sumamos ahora la definición de un alma transitoria y fugaz, tendremos entonces como resultado la más desesperanzadora circunstancia de la vida humana: breve y desprovista de sentido.

El alma es la persona, es el no lugar en el que reside la summa de la inteligencia, la sensibilidad y la creencia religiosa; es la esencia del yo, su dimensión abstracta, que se purifica, se sublima, como un perfume exquisito durante años, por medio de una puntual ascesis cotidiana: la lectura, la escritura, la contemplación de la belleza y la reflexión filosófica (algunos agregaríamos otro ejercicio espiritual, la oración).

Efectivamente, el alma es efímera, como el cuerpo humano que la contiene (el vaso de barro se rompe, el vino se derrama y se evapora). Porque lo nuestro es la duración, es decir aquello que tiene un límite temporal, no lo eterno. Somos creaturas y por ello tenemos principio y fin. Somos un compuesto, es decir una sustancia formada por la unión transitoria de dos elementos diferentes y cuya fórmula podría ser, aunque esto es absolutamente improbable: h = a + c.

O, tal vez, somos una mezcla, la combinación de dos sustancias que conservan sus características propias e individuales. Una mezcla heterogénea cuyas dos fases son la tierra y el agua que producen el barro bíblico. A esta mezcla de dos sustancias, según el Génesis, se agregaría —o se agregó, según sea el lector de estas divagaciones— otro factor: el soplo divino.

Ergo, cuando escribo “el alma es efímera” estoy significando que es una sustancia para la muerte, que es una breve entidad cuyo destino es la desaparición y el olvido; que es algo fugaz pero simultáneamente, ¡oh paradoja!, extraordinariamente valioso. Lo escribo ahora con otra forma: Lo fugaz es bello, es ético y es verdadero.

Postulo las existencias del Fuego del Logos, que es el de Pascal; y del Fuego Fatuo, que es el pseudo- hombre que vive sin practicar “la ascesis de todos los días.” Este ser no puede ser denominado, de manera estricta, “humano” por sus carencias constitutivas, por su incapacidad metafísica.

O será, acaso, que el hombre “es sin por qué”, y que solo “vive porque vive”, como la rosa de Silesius. ¿El hombre es como una flor, es solo el bellísimo presente fugaz, es la epifanía del instante? Y, en esta perspectiva, ¿Dios es (fue / será) la eterna sucesión de los instantes?

¿Un juguete sagrado, una bagatela mística, esto es el hombre? Y la vida es nada más “la fiesta de la insignificancia”.

Hermano lector, sin duda diciembre es el mes metafísico. A diferencia de abril, que es “el mes más cruel”.

Es un atrevimiento escribir el titulo anterior. Atenta contra el fundamento de la tradición religiosa y filosófica de occidente: Platón y el Catolicismo. La escueta frase es demoledora porque si a la condición efímera del cuerpo humano, de la carne frágil y siempre mutante, sumamos ahora la definición de un alma transitoria y fugaz, tendremos entonces como resultado la más desesperanzadora circunstancia de la vida humana: breve y desprovista de sentido.

El alma es la persona, es el no lugar en el que reside la summa de la inteligencia, la sensibilidad y la creencia religiosa; es la esencia del yo, su dimensión abstracta, que se purifica, se sublima, como un perfume exquisito durante años, por medio de una puntual ascesis cotidiana: la lectura, la escritura, la contemplación de la belleza y la reflexión filosófica (algunos agregaríamos otro ejercicio espiritual, la oración).

Efectivamente, el alma es efímera, como el cuerpo humano que la contiene (el vaso de barro se rompe, el vino se derrama y se evapora). Porque lo nuestro es la duración, es decir aquello que tiene un límite temporal, no lo eterno. Somos creaturas y por ello tenemos principio y fin. Somos un compuesto, es decir una sustancia formada por la unión transitoria de dos elementos diferentes y cuya fórmula podría ser, aunque esto es absolutamente improbable: h = a + c.

O, tal vez, somos una mezcla, la combinación de dos sustancias que conservan sus características propias e individuales. Una mezcla heterogénea cuyas dos fases son la tierra y el agua que producen el barro bíblico. A esta mezcla de dos sustancias, según el Génesis, se agregaría —o se agregó, según sea el lector de estas divagaciones— otro factor: el soplo divino.

Ergo, cuando escribo “el alma es efímera” estoy significando que es una sustancia para la muerte, que es una breve entidad cuyo destino es la desaparición y el olvido; que es algo fugaz pero simultáneamente, ¡oh paradoja!, extraordinariamente valioso. Lo escribo ahora con otra forma: Lo fugaz es bello, es ético y es verdadero.

Postulo las existencias del Fuego del Logos, que es el de Pascal; y del Fuego Fatuo, que es el pseudo- hombre que vive sin practicar “la ascesis de todos los días.” Este ser no puede ser denominado, de manera estricta, “humano” por sus carencias constitutivas, por su incapacidad metafísica.

O será, acaso, que el hombre “es sin por qué”, y que solo “vive porque vive”, como la rosa de Silesius. ¿El hombre es como una flor, es solo el bellísimo presente fugaz, es la epifanía del instante? Y, en esta perspectiva, ¿Dios es (fue / será) la eterna sucesión de los instantes?

¿Un juguete sagrado, una bagatela mística, esto es el hombre? Y la vida es nada más “la fiesta de la insignificancia”.

Hermano lector, sin duda diciembre es el mes metafísico. A diferencia de abril, que es “el mes más cruel”.